jueves, 29 de julio de 2010

Ayer se fue Choco


Ayer se fue...

     C H O C O


El perrito tendría unos días de nacido cuando comenzó a guiñarme con un ojo. Yo le hacía el guiño, y él respondía con otro de inmediato. Súbito el amor, lo pedí y lo traje a mi casa donde mi hijo lo llamó enseguida Choco. Era del color de la pulpa de quenepa, pero la menos amarilla. Y el año 1994.

Fue un dolor de cabeza durante mucho tiempo. Insistió en orinar en las patas de nuestro billar hasta que lo perdimos. Insistió en dormir dentro de la casa por más que quisimos mantenerlo en la marquesina. Mi hija tenía que tocarlo durante toda la noche para que se mantuviera tranquilo y dormido. Luego lo ubicamos en la terraza de atrás en lo que aprendía a controlar y ubicar sus impulsos. Fuimos acumulando obstáculos para impedirle el paso nocturno hacia adentro de la casa, y siempre los venció, aunque a veces lo hallaramos enredado en telas de alambre.

Con el tiempo aprendió hablar. Al menos a responder. Decía cuando quería salir a desaguarse o a cosas mayores. Respondía a instrucciones, a un no o a un sí. Adivinaba incluso las instrucciones. Sentía cuando se aproximaba por la calle en el auto alguien de la casa. Reaccionaba al sonido del teléfono si estaban los demás, pero no conmigo, porque en ese tiempo yo no oía el teléfono. Demandaba con precisión de reló su comida con un guau-guau, que repetía más fuerte si no le respondíamos con presteza.

Era un ser hospitalario y gregario. Saludaba a toda visita como si fueran las personas más importantes de su vida, especialmente si mediaba un bocado por debajo de la mesa. ¡Qué habilidad la suya para pedir una galleta o un hueso en dos patas, perfectamente erguido, casi bailando!

Tuvo una vida saludable, y un amor platónico con una perrita vecina a la que miraba largamente en dos patas desde la puerta-ventana de la marquesina. Le gustaba jugar a correr conmigo por toda la casa. Mi hijo lo apretaba mientras él le lamía toda la barbilla.

Dormía en la puerta del cuarto de mi hija, y cuando ella compró su propio hogar, no abandonaba su puesto al pie de su puerta cada vez que se quedaba en nuestra casa. También dormía a los pies de mi mujer si se acostaba en el sofá. Era especial verlo acomodarse justo debajo del movimiento inquieto de las piernas de mi esposa para aprovechar la caricia que se desperdiciaba de otra manera. Ahí, justo al lado de cada uno, pasó muchas horas de su vida.

Lo atemorizaban terriblemente los truenos y las navidades. Entonces la desesperación por salir del encierro lo hizo destruir varias puertas con las uñas. Incluso, aprendió a abrir la puerta de la sala de estar.

Tenía una gran habilidad para escurrirse. Le encantaba escaparse a la menor provocación cosa que nos preocupaba pues él parecía muy ingenuo para afrontar la vida fuera de la casa. Si alguien abría la puerta de la marquesina, él se escapa por el lado contrario del auto donde estuviera ubicado el susodicho para que no lo vieran.

Era casero por derecho propio, no callejero. Se le protegió de los autos que golpean ciudadanos de cuatro patas y colitas inquietas. Dormía sobre un edredón que sabía que era suyo y en el cual, a veces, se metía por debajo. Era el primero de los comensales en acudir a la mesa, especialmente en los desayunos dominicales cuando nos enseñó a todos a compartir juntos y la importancia de la unidad familiar.

En navidad, o en despedida de año, le obsequiábamos con frecuencia un enorme hueso de pernil al que dedicaba horas extra de trabajo enconado.

Al cumplir quince años enfermó de los riñones, vomitó toda la casa y tuvo que ser hospitalizado, lo que lo traumatizó bastante. Comenzó a ingerir una dieta especial y con el tiempo pareció recuperar parte del vigor perdido.

A los dieciséis años se puso decrépito y gruñón. Dejó de obedecer, de responder, comenzó a orinar dondequiera y a hacer también los regalos más pesados y apestosos donde se le antojaba. A veces, francamente, parecía, por la ocasión y el lugar, una manifestación de protesta.

Temblaba, parecía tener dificultad para caminar, para orientarse, se detenía de frente a las paredes, quieto durante ratos, tropezaba con los muebles, se balanceaba, se quejaba mucho, se peló el lomo de atrás, cerca del rabo, se lastimaba con dientes y uñas, le ladraba a algo o alguien a su lado izquierdo. Parece que ni oía y ni veía muy bien. 

Ayer se fue dormido en brazos de mi hijo. Diríamos que se perdió como aquel célebre unicornio azul, con su lección de vida, con su lección de muerte. La casa lo sabe muy bien.


mrd

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