lunes, 17 de septiembre de 2018

El ojo de cristal


"El ojo de cristal"
de Marcelino J. Canino Salgado


 Presentación
 

Muy buenas tardes, tengamos todos.

Como sabemos, el crítico, investigador, músico y maestro, Marcelino Canino Salgado, dorado por los años, estudioso del folclor puertorriqueño y, desde hace poco, novelista y poeta, incursiona ahora en la narración breve con un libro de cuentos que lleva por título “El ojo de cristal”. Comencemos por una digresión perentoria, en el plano del oficio que me ocupa, pero aún más importante, en el plano de los afectos más puros, señalando que se trata de una edición a cargo de Los libros de la iguana, que dirige con estricto celo el Reynaldo Marcos Padua con la asistencia, sin duda mayor, de Margarita Maldonado Colón. La editorial, fundada en el 2008, hace ahora 10 años, tiene publicados a esta fecha, y justo es apuntarlo, 74 libros. Cantidad asombrosa, digna de un magno décimo aniversario que bien merece nuestro aplauso.
Regresamos con dos notas al calce.

Nota al calce número 1: A partir de este momento llamaré al doctor Marcelino Juan Canino Salgado sencillamente, Marcelino, solamente en honor a la ley del menor esfuerzo. (Fin de la nota.)
Nota al calce número 2: de adolescente yo también tomé clases de violín. Menciono esto porque en el libro la sensibilidad se asocia casi invariablemente con el conocimiento y la práctica con instrumentos de la música, piano y violín principalmente. Fin de la nota.) 


De impromptu, confesemos que cuando recibí de Marcelino la orden, que no el pedido... (Me dijo, perdonen la digresión, y lo cito con su permiso: “Apreciado: Tan pronto salga de imprenta mi libro de cuentos “El ojo de cristal”, te lo enviaré. Pues tú serás el que lo presentarás en la Librería Mágica.”

Regreso y repito: que cuando recibí la orden de Marcelino para presentar su libro, sentí primero un muy ingenuo conato de júbilo, seguido, un segundo después, de una indefinida aprensión. Me dije: ¿Qué interés podría tener Marcelino para honrarme con la presentación de su libro? Y es que, amén de mantener a perpetua la relación de maestro-discípulo que inicié en su curso sobre la literatura folclórica puertorriqueña, Marcelino es como Cervantes.
Su palabra tiene más capas de significación que una cebolla. De modo que, sin necesidad de mirar al cielo, hay que saber, para andar seguros, que con Marcelino sus designios son como los del señor, inescrutables. Siendo pues la cosa a ciegas, me dije que seguramente obraba así como el maestro que pone a sus discípulos a leer su informe de lectura frente a la clase. Mas, habida cuenta de que hoy presentamos un libro, y no una crítica literaria del mismo, me voy, por la libre y de soslayo, a campo cubierto.


Digámoslo ahora con sencillez, que no es lo mismo que superficialidad. Si tuviera que presentar a Marcelino, la persona, que no a su libro, llovería ante cualquier público medianamente educado sobre mojado. Nadie hay en la ciudad letrada de Puerto Rico, y puedo decirlo con absoluta certeza, que haya estado alguna vez en una sala donde él estuviera, que pudiera decir luego, y menos jurarlo en un tribunal, que no sabía si él estaba o no estaba allí. Porque Marcelino, lo sabemos todos, tiene sabor de especia, más sal y pimienta que canela. Es decir, que el “yo no sé nada, yo llegué ahora mismo” no le serviría de escapatoria a ningún testigo, pues la presencia o ausencia de Marcelino no levantaría duda ni sospecha en ningún thriller policiaco. 

Pero, por otra parte, hay que poner sobre el tapete que Marcelino siempre dirige la orquesta. Con afecto, me ha puesto en el gozoso aprieto de presentar su libro, pero me ha hecho el trabajo. La estructura del libro es una obra maestra de transparencia. La información que se incluye en sus entornos nos ahorra el trabajo de esta presentación. Así, pues, notemos que conforme con la contraportada del libro, a cuyas verdades me acojo, para ir a la segura, el autor posee dos doctorados, uno de la Universidad Complutense de Madrid –hoy día de calidad dudosa, entonces no– y otro de la Universidad de Puerto Rico donde dictó cátedra por 35 años. En el 2013 publicó su novela gótica “El arcón secreto”, que mereció el premio de novela del Instituto de Literatura Puertorriqueña de ese año. Lo de Yale y otras jarandas léalo allí el interesado.
Por la parte que nos incumbe, se añade allí mismo que: “El ojo de cristal –cito de la contratapa– es la primera colección de cuentos de Marcelino (...) quien se dio a conocer como narrador con su novela premiada El arcón secreto. Algunos –de los cuentos– habían sido publicados
en una que otra revista desde hace décadas. El conjunto es ingenioso, con una variedad de temas y tonos desde lo grave a lo humorístico. La galería de personajes es vasta y el mundo social resulta igualmente diverso desde lo pueblerino a lo citadino. Hay diversas técnicas de narrar de las cuales el autor en su prólogo, de alguna forma, deja entrever su concepción del género. Los juegos narrativos están, y lo dramático y lo patético permean esta novedosa narrativa que habrá de gustar al lector por su capacidad conmovedora”. Fin de la cita... Concurro totalmente.


Pero la ayudita que me da Marcelino no se queda ahí. En la solapa frontal, hablado en primera persona, el autor revela lo siguiente: (cito)
“Estos cuentos los escribí en diferentes épocas de mi ajetreada vida. Los redacté sin pretensiones, solo para entretenerme, ejercitar la memoria y la imaginación. El más viejo de los que presento data de principio de la década de los ‘70. El resto son más recientes. Están escritos con poca literatura, quiero decir, sin artificiosidad. Siempre me inclino por lo más sencillo, por lo que me emocione, y tal vez también al lector. Mas no se equivoque el amigo lector, la sencillez no tiene nada que ver con superficialidad. Bien leídos, por sencillos que sean, en cada uno de ellos está el fondo ético que descubrí cuando comencé a madurar y a tener conciencia del bien y del mal, sobre todo del mal metafísico. Gracias a Dios que me percaté de esas polaridades a tiempo porque si no hubiera acrecentado mi acervo de estupideces.” Fin de la cita. Y nuevamente concurro, pero no me atrevo a decir que en todo. 

Y para que no quede cabo suelto ni gabote loco, Marcelino añade un prólogo de su propia sazón, de 4 páginas, que por ser relativamente extenso no pretendo leerlo aquí. No obstante, el párrafo que leí hace un momento es el primero de él, y lo restante ahora lo resumo.

Alega Marcelino, con su sobresabida modestia, que estos cuentos, acaso menudeo sacado de su arcón secreto, fueron escritos “sin pretensiones” –dice él–, solo para entretenerse y ejercitar la memoria y la imaginación. Esta aseveración debe recordarle a muchos aquella respuesta de Sor Juana Inés de la Cruz a Sor Filotea en la que se refería a su obra como unos “papelillos” escritos a solicitud de otras personas. A solo un paso de esta afirmación, Marcelino revela, además, algunas aristas de lo que llama su “ropero de ideas”. En su inventario destaca en primer lugar las ideas clásicas aristotélicas, luego los conceptos cervantinos, los teóricos y narradores norteamericanos, rusos, españoles, franceses, así como hispanoamericanos. Y otros... (Como puede verse, pura sencillez.) Sus cuentos, añade, son pura guerra contra la nostalgia y la melancolía, que Marcelino culmina citando en griego: brublabrublabla. Para mí, que no leo griego desde niño, como se nota, la palabra es solo una jitanjáfora del término griego referente a la melancolía, entendida para ellos como “bilis negra”, es decir, esa tristeza vaga pero profunda que hace que no halle quien la padece, gusto ni diversión en nada. De las 4 páginas que conforman el prólogo, en tres hace referencia enfática a una nostalgia que se ubica en la esquina de la melancolía. La nostalgia, en suma, prevalece en este prólogo sobre la sabiduría, lo que no quiere decir que Marcelino se desarrope en momento alguno ni de una ni de la otra, ni, mucho menos, de esa ironía tan suya que tanto despista pero que nunca se arrima sin embargo al sarcasmo.

En dos terceras partes de estos 18 cuentos, escritos en intermitencias a lo largo de 45 años, el punto de visto recae sobre una primera persona, a veces protagonista y a veces observadora. La experiencia religiosa atraviesa de una manera más o menos perceptible la mayor parte de ellos. Los cuentos se ubican al principio en un tiempo remoto, a veces in situ, y otras veces como retrospecciones o rememoraciones. Por su naturaleza, parece evidente que el origen de sus asuntos desembarcan de experiencias personales vividas que el narrador rescata y recrea, pues la mayoría de los cuentos coincide con las vivencias de cada época del autor, lo que tiñe los relatos con una aureola de verdad personal o vivida. Algunas como evocaciones de otras épocas que se recuerdan con nostalgia y reflexivamente. Otras, como experiencias autobiográficas de su vida como docente. Sin embargo, en algunos casos, la imaginación nos ubica en tiempos casi fuera del tiempo, ya sea hacia el pasado o hacia dimensiones del tiempo imaginadas como futuros alternos ceñidos a derroteros sociopolíticos. La narración es el discurso predominante en ellos, como cabe esperar, pero en algunos el diálogo caracterizador repunta en exploraciones sicológicas externas y también internas. Los nombres de los personajes, según costumbre al uso en otras épocas que el autor recrea con algo de sorna divertida, sugieren sin mucho disimulo su intención caracterizadora. En cierto sentido el fuerte acento puesto en la evocación de tiempos idos nos remite sin querer al “Pueblito de antes” de Virgilio Dávila, con su veta de costumbrismo moralizador y de la sabiduría popular recogida en los refranes y en los cantos del folclor. Mas aquel “Pueblito de antes” era un todo, una cosmovisión orgánica y cerrada. Si aceptáramos el vínculo quizás un poco forzado entre don Virgilio y don Marcelino, habría que señalar que el pueblito de nuestro autor dorado, es mucho más amplio en tiempo y espacio y más dinámico y reflexivo. 

Demos una mirada célere al inventario de los 18 cuentos.
El primero lo titula “Evening in París”. En este cuento el narrador se remonta, en cuanto niño de cinco años, al recuerdo de su abuela. Con la más delicada ternura, el protagonista persigue a lo largo de su vida el recuerdo del olor de su perfume, que se la devuelve persistentemente.
En el segundo relato, “Mis memorias de Abraham”, narrado en primera persona como el anterior,
el personaje se remonta otra vez a la niñez escolar para referir las consecuencias de un caso de lo que hoy conocemos como “bullying”.

En “Silencio amoroso” nos dirige la mirada hacia un maestro de sexto grado, durante la época de la segunda guerra mundial acorralado con la experiencia amarga de la muerte.
“El ojo de cristal”, relato homónimo de esta colección de cuentos, remite por su parte al lector a la sacrosanta costumbre católica de nuestra niñez relacionada con las procesiones del Viernes Santo. Poco tiene que ver este ojo con visiones mágicas de otros tiempos, ni textos fantásticos, ni siquiera religiosos, y mucho revela en cambio de la actitud festiva e iconoclasta –dicho sea con perdón– característica del autor.
En el cuento titulado “Ventana hacia el futuro o el lector de cartas”, el autor evoca jocosamente a aquellos personajes de circos y ferias trashumantes, enanos, adivinos y ladinos.
En el cuento nombrado “Palinodias sobre mi traje de dril 100" (de hilo blanco, eh), el narrador hace uso de su extraordinaria capacidad para recrear y servirse a su antojo de un lenguaje socarrón a propósito de un narcisista sin propósito y de la propensión a considerar como vestimenta criolla del buen gusto y elegancia la ropa de hilo blanco.
(Gesto.) Un magistral revoltillo de nostalgia y comicidad.

El cuento “Alter, Vallejo y yo” se vale del truco de juegos de identidad a propósito, esta vez, de un profesor universitario, de Estudios Hispánicos, que dialoga con un estudiante que es su “alter ego” aprovechando el análisis solicitado por este del conocido soneto del poeta peruano César Vallejo que comienza con aquel “Me moriré en París con aguacero” ... La sencilla explicación, sin complicaciones, que le hace el personaje no descarta la “homoteleusis asociativa” de Roman Jackobson. “¿Comprendes?”
“Monsieur Joseph”, por su parte, se remonta más atrás, a la época de los boticarios, los reales y las novelas de entrega. Es un cuento de soledad, de amor y sexo que experimentan personajes de raíces culturales muy diversas, pues en nuestro país solemos destacar como si fuera de oro el origen hispano o simplemente extranjero de nuestro concierto humano.
En la “La tía Carmela” el cuento nos remonta nuevamente atrás, esta vez a la época de los borbones, las haciendas y hasta del seminario conciliar. Con aromas evocados del sesgo persistente del romanticismo hispanoamericano, la tragedia se enreda con el pintoresco personaje de una negra nigromante de los otrora esclavos, y de los rencores de clase.
Con un giro brusco de timón, la línea de cuentos del autor nos lleva en “Pompeya y la invención de Roma” a los tiempos de la Pompeya imperial, justo antes de la célebre explosión del Vesubio.
Con “El oro de Palestina” asistimos, no sin algo de un retribuido sarcasmo, a la recreación de un tipo de habla y conciencia de carácter que más que popular es vulgar y soez.
En “Conversación con el móvil” encontramos como narrador a un estudiante universitario enredado en pensamientos en los que los conceptos giran sin pertinencia ni contexto.
“Autoestima de locura”, por su parte, explora con buceo sicológico detrás de las etiquetas que, como se supone, tipifican.
La “Entrevista por reporteros latinoamericanos al presidente de la Unión de Profesores Universitarios” imagina el futuro alterno de un Puerto Rico que sufre la dictadura de un gobierno paramilitar. Amén de la denuncia, amén de la parodia, amén de la sorna.
En el relato titulado “Emanuel” Marcelino nos presenta a un chico bueno, amante de la música, que evoluciona hasta el envejeciente convertido, más por azar y destino que por voluntad propia, en un sabio consejero de su comunidad.
En “Manuscrito encontrado” estamos otra vez ante un profesor universitario que halla en su propia biblioteca un manuscrito de origen desconocido, y que aparenta ser del siglo XVI. El cuento parece representar con sorna la sabiduría de pacotilla y presuntuosa de algunos académicos.
“María de los espejos” parece ser uno de los relatos emblemáticos y acariñados de este conjunto.
Un profesor universitario, nuevamente, pero que esta vez es, precisamente, un investigador del folclor, que además hace un inventario de tipos y costumbres, se encuentra en un campo con esta mujer afectada de sus facultades mentales, pero graduada de estudios superiores, a la que se le atribuye la capacidad de ver, en espejos rotos, ventanas a otras “dimensiones”. De cuatro espejos que “son un símbolo” se habla. El primero es el del terror a Dios y los pecados. El segundo es una ventana a las dudas que sin embargo responde a las preguntas. El tercero, el de la Esperanza, con mayúscula, explica qué no hay que hacer para no sucumbir en todos los sentidos. Y el cuarto, el más importante de acuerdo a la narración, “manifiesta la luz inescrutable, el fulgor que ciega” y da no obstante la verdadera visión que vence al mal.
“El mal –dice– es un espectro metafísico y el hombre lo materializa por la dureza de su corazón”.

Resta finalmente, el cuento titulado “Enardo y Rosael”, relato de los amores imposibles de dos jóvenes que se buscan a lo largo de los años perseguidos por fuerzas adversas y la fatalidad. El relato nos evoca las historias y leyendas anónimas más antiguas.

Digamos para recapitular, que el maestro Marcelino... se juzgó bien. Los cuentos en este libro de 187 páginas, oscilan entre relatos de solo dos páginas a 23, con un promedio de 9 páginas por cuento. Caracteriza al conjunto el uso de un lenguaje exquisito, a veces francamente poético, que revela, como cabe esperar desde luego, un dominio absoluto del instrumento lingüístico y que le acredita una narración que se desliza suave, sin sobresaltos ni tropiezos. Se percibe de inmediato, además, y como quedó dicho, un fondo ético. Y sobretodo, el placer de narrar que hoy muchas veces se confunde con la incursión de técnicas narrativas no asimiladas bien, y muchas veces, francamente imprudentes. Quiero decir, que su narración se lee con gusto.
Marcelino se aventura por los puertos del ingenio, la sensibilidad, la curiosidad y el amor asumido en función de universos alternos, en tipos y costumbres, ambientes, épocas y éticas, y también técnicas de narración y lenguajes, incluso románticos y costumbristas, aunque asumidos con otros ojos, ojos críticos, irónicos, reflexivos y desde luego contemporáneos. Un marcado dejo de desilusión y nostalgia lo aproxima también a Cervantes, en quien lo grave y lo ético se atraviesa con socarronería y desenfadado humor.

¿Por qué elige el autor el título de su cuento para bautizar el libro? No creo que “El ojo de cristal” sea el caballo a apostar entre estos relatos, ni por su tema ni por su tono. Un ojo de cristal, contrario a lo que sugiere a la inmediatez del sentido, no es transparente. Con un ojo de cristal nada se ve, como no sea una realidad deforme. En realidad, estamos ciegos. En todo caso es ojo que con su apariencia embauca a los incautos, como el manuscrito escrito al revés de uno de los relatos. Pero en el cuento “Alter, Vallejo y yo” Marcelino utiliza como epígrafe dos citas de Jorge Luis Borges, el visionario ciego.
En la primera cita, Borges se refiere a que el arte debe ser como el espejo que “revela nuestra propia cara”. Y ante esa realidad, nos asegura Borges en la segunda cita, “es inútil estar ciego”. En ese cuento, precisamente, el protagonista toma café en la cafetería de la universidad y ante el joven estudiante que se llama Mialter, le parece que se mira “en un espejo un poco empañado”. El protagonista había hecho al comienzo del relato una exégesis, improvisada como ya vimos, del poema de Vallejo que comienza con aquello de “Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo”. El cuento termina con la alusión a, cito, “los miles de reflejos que entre dos crepúsculos del día mi rostro fue dejando en los espejos” ... Recordemos que este libro se ha escrito a lo largo de 45 años. “¡Ay, turulete!”

Para terminar un Apóstrofe indiscreto.

Marcelino:
No fue por ceñirme a ley del menor esfuerzo, como dije al principio, que decidí referirme a ti por tu primer nombre. Contrario a la costumbre en la UPR, donde la docencia se ejercía imponiendo una distancia estamental altiva, y un dejo indefinido de jactancia –de la que por cierto no estabas exento–, ejerciste una docencia que no se limitó al aula. Fuera de ella compartías con nosotros en un plan que desbordaba la academia formal. Vale decir, que eras, como eres, una persona capaz de compartir con otras personas. De modo que en nuestro ánimo vacilaba, indeciso y difícil, el respeto, no al Padrino, pero sí al Don, y la camaradería. Igual que hoy.

Doquier estabas, como mencioné al principio, no podías pasar desapercibido. Con tu guayabera –gesto– blanca, eras, y eres, como una aceituna en un plato de arroz blanco.
“Uno no pregunta a nadie el motivo de sus afectos”, dice la mujer alucinada de “María de los espejos... Marcelino Canino Salgado, no me pregunte usted el motivo de mi afecto.
Para todos los demás, muchas gracias por su atención


*15 de septiembre de 2018
Marcos Reyes Dávila
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