jueves, 21 de enero de 2010

Luis Rafael Sánchez
Luis Rafael Sánchez
El Nuevo Día, 21 de febrero de 2010.

Armas de fabricación casera

Un sector numeroso de la población puertorriqueña contemporánea se quedaría sin vocabulario si no tuviera al alcance la palabra cabrona. Pero, como la tiene se precipita a usarla a cualquier hora y donde quiera y sin pasmarse o ababacharse.

La usa en calidad de agravio frontal y con tono de visceral aborrecimiento. La usa para ordenarle a su hijo, teléfono celular mediante:- Pónme a la cabrona de tu mai. La usa de acera a acera, en plena Avenida Ponce de León, para exigirle complicidad a una condiscípula:- Canto de cabrona, préstame la cabrona asignación.

Tan democrático se ha vuelto aquí el uso de la palabra cabrona, tan fluente su relación con los ricos y los pobres, los cultos y los analfabetos, que ya va siendo hora de redefinirla como aspirina lexical por excelencia.

La aspirina lo cura todo, empezando por la neuralgia, pasando por la miocarditis y terminando por la hinchazón de los pies. La palabra cabrona lo descalifica todo, empezando por la moral, pasando por el espíritu y terminando por los frescos racimos de la carne. La aspirina no falta en botiquín puertorriqueño alguno. Más aún, no hay madre que, preciándose de serlo, olvide llevar en la cartera un sobre del versátil analgésico. Por otro lado, pendiente a escapar a la primera oportunidad, la palabra cabrona titila como cucubano en las bocas del referido sector numeroso de la población puertorriqueña.

Muy de aquí como el coquí, solamente registra su acuñación el Diccionario de Voces Coloquiales de Puerto Rico, de Gabriel Vicente Maura:- “Mujer pendenciera”.

Ni el Diccionario de Uso del Español, de María Moliner, ni el Diccionario de la Lengua Española, de la Real Academia Española de la Lengua, acogen la voz cabrona. En cambio, sí recopilan los significados de dos parientes suyas, cabrón y cabronada.

Me distraen las anteriores divagaciones a la par que desayuno en un negocio de Plaza Las Américas. Intento leer, con escaso éxito, un artículo publicado en el New York Times, que examina el empleo frecuente de malas palabras, o groserías, en el México urbano actual. Al artículo da pie una encuesta donde se contabilizan las malas palabras, groserías o “albures” que pronuncia el mexicano urbano cada día: veinte se calcula, si bien el rigorismo estadístico obliga a divulgar que descuellan las mentadas de madre.

Dije que intento leer, sin demasiado éxito, porque la palabra favorita de un sector numeroso de puertorriqueños raja el aire, segundo a segundo, impidiendo la concentración mínima. Como desayuno en un negocio donde los parroquianos suelen observar una conducta afín con los modales “correctos” me cautiva el manejo estentóreo de la palabra cabrona. Deduzco que sabrá mejor al paladar y el galillo del usante si la grita, recalca, deletrea y semeja a un latigazo.

¿Será porque la primera y última sílaba de la palabra cabrona contienen la vocal más abierta de las cinco vocales, la a? ¿Será porque la a se pronuncia con los labios muy abiertos y los dientes separados un centímetro por lo menos? ¿Será porque el insulto deja de ser efectivo si no se vocea con alma, vida y corazón? Que respondan los fonetistas.

Mientras los fonetistas responden confirmo que el uso de la palabra cabrona trasciende las habituales barreras divisorias de nuestras clases sociales: mujeres con apariencia de damas y hombres con apariencia de caballeros las usan, por igual, en el negocio donde desayuno. Por ello me arriesgo a afirmar que a decir cabrona se apuntan la burguesía, más el proletariado, más el gentuzaje. También quienes ametrallan el idioma español y quienes lo hablan con propiedad y corrección. También los disparateros que, por dárselas de “fisnos”, dicen los “víruses” en vez de los virus y las “crísises” en vez de las crisis.

En resumen, que la palabra cabrona se encuentra en su apogeo, disgústele a quien le disguste y a pesar de su definición harto dificultosa: la del Diccionario de Voces Coloquiales de Puerto Rico me insatisface porque ser cabrona no significa ser pendenciera. Como tampoco significa hacerse de la vista larga ante la infidelidad de la pareja, cosa que hace a gusto el cabrón, según el dictum sapiente de los diccionarios citados.

Como el amor, el idioma es servidumbre, ahí está el ejemplo de cabrona. De sierva de la miseria expresiva la acusarán, de introductora al saber deficiente y conductora de la nulidad idiomática, de muestra de la chatarra a que se reduce el habla popular. Más cauto, menos severo, yo la acuso de arma de fabricación casera para ensayar en la guerra civil sin declarar que peleamos los puertorriqueños, día a día.

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