miércoles, 17 de marzo de 2010


En la tumba de 
Eugenio María de Hostos
                             
                             

                              




A José Ferrer Canales
         
                                      Los momentos pasan; pasan por ellos los hombres; 
pero siempre llega el día de la victoria para la justicia. 
Que no lo vea el que por  ella ha sucumbido, eso ¿qué importa? 
El fin no es gozar de ese día radiante; 
el fin es contribuir  a que llegue el día.   
E.M. de Hostos




1. Por encima del ciclón, tu nombre ronco
 

    Para verte bahía,
océano,
yunque de sol;
para verte coronaria incandescente, formidable farallón contra toda ventisca y torbellino turbión, me interné por las antiguas galerías de la pena,
retorné al inagotable arrecife de tu huella,
te busqué en los arenales de Quisqueya.
Y más acá de Mayagüez, donde trepan tantos riachuelos y poco a poco se puebla un mundo de troncos sufrientes, hojas caídas, temblor de cielos...
Este es el Otoao.
A millares de días de tus días resuena aún en la región caribe
tu nombre ronco
como un campanar de quejas y enjutas esperanzas,
una oda,
un llamado,
un residuo prolongar romances viejos.
    Te he sentido vagar por estos rumbos.
Tus ojos,
de ascua azul,
escondieron sus aguas
por el corazón de cueva de estas tierras cuando se irguió el ciclón que te abatiera, el mismo ciclón rival que te espiara al nacer, el mismo ciclón cerrero que te antagonizara el vivir,
el mismo ciclón...             

2. Los preteridos
 

    Estoy en la tierra madre
de tu patria esfuerzo.
Y este mar embravecido que circunda no está aquí, ni su furia distingue ni separa esta tierra de la otra.
Uno es el ciclón que las advierte y las revierte,
y uno es el amor que las pretende y las enciende.
    Dígame Martí;
        Betances, usted;
    diga Luperón.
Nómbrenme este mar --caribe mar-- de las Antillas.
Desde Ayacucho, tronar anunciador del fin de un exterminio,
la historia de los huasos y los quechuas,
la historia de los gauchos y los indios,
dejó sobre el tejado la negrada mambí,
los preteridos.
Ellos me dicen que, por estos caminos de tierra quemada y estéril,
claréase un cementerio.
Y ellos, ellos,
los que mejor conocen tus restos,
ahora me dicen que pregunte por ti
a los sepultureros.


3. De sueños aterrados
 

    Hostos!   ¡Hostos!
Quien pregunta por ti,
¿por quién pregunta?
El antillano, nos dijiste, es un hombre malogrado.
Busquémosle entre los huesos ya tostados
la sonrisa de café.
¿Cuál sonríe mejor? ¿Cuál sonríe?
Miro hacia allá, y acá.
La patria se te escurre casi arenas, como antes,
mucho antes,
te desterró la tierra.
¿No ha sido todo un errar, una traición,
un sol tronchado?
Y ese siempre sibilino silbo del tiburón procaz,
el águila temible,
ora buitre de oro, ora rapiña de sal.
Nunca dolió más cronometrar su mundo enfermo.
Nunca fue más inconmovible la charca.
Nunca más estúpido y brutal su clínico recuento.
    Sudario colonial --decías.
      Vivir es un naufragio --diremos.
Y mordidos,
y arrugados, y ciegos,
mendigando penurias, enmudeciendo por cálculos.
Más allá, caracoles fueran con la casa a cuestas. Una oscura y obtusa vecindad. Un desahuciar. Un desterrar. Un enterrar de sueños aterrados por imperios cosmonautas.
Que ya le ponen sitio a Villanueva --más allá de la muerte la persiguen --en Villa sin miedo. Que ya nos desocupan de los sueldos. Que guillotinan la Universidad descabezados.
Y encarcelan el pan,
la tierra, la libertad, aquellos que se alegran diariamente
de tener una patria que vender. Y todo es cercenar, todo es enturbiar o legislar la ley o la ceniza, el fraude o el derecho.
Y como irnos de asombro
en los puños van callando los índices,
van cayendo,
va quedando sola la queja negra haití
                             haití  haití  haití
como un tronar lejano.
Haití que fuera el sueño primero de un mundo nuestro,
la bicentenaria ilusión de un sol mulato que abrigara nuestros pueblos trigueños, la ímproba constancia de aquellos sueños chimborazos, sueños de Ayacucho, que se forjan del dolor
e inopinadamente se disipan en las garras de unas alambradas.
¡Qué Haití, Haití, Haití,
en Puerto Rico.
¡Y Puerto Rico tieso,
escarnecido!


4. ¿Dónde, Hostos? ¿Cuándo?
 

    Hostos...          
Para esos negros remordidos
por ese monstruoso cuco blanco en el Caribe,
para los jornaleros timados, los hombres perseguidos de todos nuestros países, fue la voz de antillano de tu deber de iluso,
tu sangre forjadora,
tu fuego saneador.
Hostos. ¡Hostos! ¿En dónde donde,
dónde estás?
¿Dónde allá se confederan los quebrantos?
¿Dónde quiebra Quisqueya su dolor tan suyo, su dolor tan nuestro?
Tras tu largo predicar peregrinante llegaste, ya encanecido, llevando dentro, contigo, muy dentro de tus ojos búhos,
la patria deshilvanada que no quiso ser,
que no pudo ser,
que no fue,
allá por 1903.
    Hostos. ¿Dónde te resguardas, que escucho sólo el ciclón ciclón descarrilando ferrocarriles trasandinos, el ciclón ciclón
que detuvo tus pies locomotoras que buscaban océanos futuros,
el ciclón ciclón,
ese ciclón que está donde no estás,
con su humo y su sombra,
su ceniza sobre tu voz de sol incorruptible.
Tiesas tus piernas
--ya recuerdo--,
muda tu voz:
un aletazo.
Y un refugio remoto en algún rincón de tu sueño,
de tu sueño cuándo cuando,
cuándo América Nuestra,
cuándo!


5. Ese sol, que no ceja
 

   Yo ya sé, ya sé,
cuán poco valen los elogios de los hombres que dijeras;
cómo, apagado el sol,
los pájaros se pierden,
la queja cunde
y se funde canto.
Ya sé, tú decías, cómo la tiranía mayor
hace mayores líricos los pueblos,
y en su cantar sangrante dormir es sólo un pozo cerrado y anegante porque España está aún entre nosotros como tromba voraz y victimante.
    Yo he querido buscarte con palabras tuyas que fuesen un poco --sólo un poco-- poesía honrada. La ética, para ti, era fulgor sin fuego, el fuego sin mancha de tus ¿versos?
Dime, ¿no era éste
el mágico ademán para llamarte?
¿No es así,
            así, como despiertas?
¿No llevabas la justicia como un sol,
ese sol,
que no ceja entre las cejas?





 

6. Despertaremos tu lámpara en la tierra
 

    Ya sé que tienes que venir,
que vienes ya,
que estás llegando.
Perdido Merlín entre los bosques,
perdido guanín entre las aguas,
volverás espada o fusil
para decir:
    Con hojas podridas se hace una isla.
Y la harás.
Y se te volverá a oír insistir:
    Con verdades se hace un pueblo.
      Ni mares, ni sirtes, ni ventisqueros,
         ni caos, ni torbellinos
         os arreden;
         más allá de la tempestad está la calma:
         con hojas se hacen tierras,
         con verdades se hacen mundos.

Y los harás.
Aquel fastidio habrá sido sólo una pausa en el deber de tus deberes y tu cabeza vendrá otra vez timón doliente. Te basta con saber que debe hacerse para no dejarte caer en una fosa, para no dejar pasar hora tras hora, para no permitir el exterminio entre cansancios de la utopía patria que hiciste, de tu verdad prematura que nos hace.
    Y para descolonizar el jornal,
el taller,
la patria estrangulada;
para terminar de una vez con los cazadores del ciervo perseguido,
la justicia desarmada y sangrante como una marejada;
para señalar la complicidad
de los que consienten y toleran;
para que cada valle y montaña
sea un rincón de piedras;
y por el miedo y la huelga,
la furia y la pena,
te llevaré aliento,
esfuerzo de pincel y de cincel.
Te cargaré --¡ay Patria,
que no llegas!--
tus sacos.
Modelaré tus platos y tus radios.
Y más allá de la resina y el polvo,
de la insurrección y de la huelga,
de la sangre fértil de un pueblo,
te coseré,
te levantaré un taller,
una escuela,
un compañero.
Y para no olvidar
que no tuviste otra cosecha
que tu propia siembra y tu aliento,
despertaremos tu lámpara en la tierra
como una lluvia tan grande de campanas
y alas
y fuegos
y amor
y marejadas.
Con un poco de pan entre las manos
despertarás ya Patria como un sol,
un sol caribe para estos días densos.
             ¡Y no será la tarde
otra vez
sobre la tierra tierra!


Marcos
Reyes 
Dávila

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