sábado, 8 de enero de 2011

Retorno a Walt Whitman


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Walt Whitman:
notas de un retorno


He terminado la lectura de la biografía que sobre el célebre poeta norteamericano escribió Jerome Loving con el título “Walt Whitman: El canto a sí mismo” (Barcelona: Paidós, 2002, 506 págs.).

La lectura me devuelve a una de las raíces más importantes de mi niñez. Pues, en efecto, conocí a Walt Whitman en los tiempos en que leía asiduamente paquines cómicos. Una colección de figuras ilustres llegó a mis manos en mi temprana adolescencia, y uno de los títulos me habló sobre Whitman y sus hojas de hierba.

A pesar de que Whitman nace en 1819, el libro de Loving comienza curiosamente en el 1862, durante la Guerra Civil Norteamericana. El repaso de la infancia pobre de quien fue hijo de inmigrantes europeos, la realiza el autor en el segundo capítulo, someramente. Fruto de una abreviada temporada en las escuelas públicas, ya a los once años sale del aula para retornar algunos años más tarde como maestro, ocupación en la que permanece apenas un lustro. El periodismo habría de ser –aparte, claro está, de su vocación de poeta– su actividad más constante. No hablamos, por lo tanto, solo de un poeta, sino de un autor con una obra ensayística y periodística abundante. De acuerdo a Loving, el ensayo conformará en buena medida el ritmo extendido del verso característico de Whitman, hecho que ocurre ya a principios de los 40 y coincidiendo con su conocimiento de la filosofía de Emerson que confluirá con gran parte de su visión poética.

La primera edición de “Hojas de hierba” es de 1855. A partir de entonces, Whitman reconformará, ampliando, suprimiendo y modificando la obra inicial casi hasta su muerte en una serie sucesiva de ediciones. Si bien fue ignorado al principio, las ediciones subsiguientes del libro biblia de Whitman irán adquiriendo cada vez mayor penetración y resonancia. Si bien gozará en vida de un alto prestigio y reconocimiento a ambos lados del Atlántico, también se verá obligado a sufrir el ataque continuo de quienes consideraban su obra obscena por las libertades en el terreno sexual y por la lectura homosexual que algunos hicieron de parte de su obra.

Extensa ha sido la repercusión y profunda la influencia de la obra poética de Whitman. Artífice quizás principal del verso libre que la vanguardia difundirá por el mundo a comienzos del siglo XX, la razón poética de Whitman encontrará ecos innumerables en las literaturas de la lengua hispánica. Martí se ocupará de valorar la obra del poeta en un ensayo temprano publicado en 1887. (Whitman muere en 1892.) Sabido es cómo Lorca reacciona y se libera tras su contacto con la obra de Whitman al visitar Nueva York. León Felipe traduce a su manera el “Canto a mí mismo” y su propio verso abandona la fina delicadeza de sus canciones de caminante para adoptar en su lugar el verso de largo aliento. Neruda mismo, tendrá un retrato de Whitman de cuerpo entero y tamaño real en su casa de Valparaíso. Pero el retrato más patente quedó cernido en la madeja de versos de sus odas llenas de arenas, naufragios y palomas. 

Whitman me dio una visión lírica del mundo en el cual el ser humano y la naturaleza formaban una comunión integrada. Ecos de ese materialismo trascendental que ata en un ciclo dinámico la vida y la muerte mientras resuelve de paso el dilema de la inmortalidad, lo hallé también en los textos del joven Marx. Es imposible repasar los versos de Whitman sin encontrar una y otra vez resonancias suyas en los autores más importantes del siglo XX, incluyendo a Juan Ramón Jiménez.


Pedro Mir escribirá un “Contracanto a Walt Whitman” para resaltar –no darle– la dimensión social y política latinoamericana a un poeta que si bien configura una primera cumbre y un primer modelo estético norteamericanos, no excluye al resto de la especie humana. Pues, contrario a lo que puede suponerse con eso del “Canto a mí mismo”, la poesía de Whitman no es narcisista ni individualista. Whitman se celebra a sí mismo, es cierto, mas, como hijo de Paumanok y de Mannahatta, lo que hace a Whitman un poeta de innegables resplandores es su identificación con la tierra, su aceptación y abrazo a todo lo real y lo existente. Fuera de catecismos, doctrinas y reglamentos, al margen de toda moral doméstica y reductora, la vitalidad de Whitman reúne al mundo entero, físico y humano, con todas sus contradicciones, pero sin negar esas contradicciones. Es una expresión de amor infinito y sin frontera. En él se dan los otros y lo otro todo, y lo mismo acontece con cada cual y con toda la naturaleza. En cada gota de agua, en cada célula, en cada brizna de hierba, habla el universo entero. Suya es la formulación casi religiosa de la solidaridad y la confraternidad.

Hijo de ese impulso oceánico y trascendente es su rechazo perentorio de la esclavitud y del racismo que lo vinculará hondamente con Lincoln. Pero será precisamente la guerra civil y la tarea que se impuso durante años de auxiliar diariamente a todos los heridos, lo que marcará su destino final, pues la vitalidad del hombre sano, fruto de la tierra, del aire y del cielo, quedará marcada tras la contienda por un hombre herido físicamente en las tiendas de campaña de sus miles de enfermos. Una parálisis marcará la última etapa de su vida hasta desembocar en una pulmonía que no toleró la tuberculosis adquirida durante la guerra como resabio de sus labores de enfermero.

De esta suerte el poeta, como el “hombre invisible” de Neruda –aquel que es portavoz, eco y reflejo de toda la humanidad–,  halló la cifra de su vida. El poeta de la “democracia”, del hombre común, del campesino, del marinero, del maderero, del herrero, del blanco y del negro, del que amó por igual a hombres y a mujeres, crece aún, se expande aún, se inmortaliza siempre, como las hojas de la  hierba.

No sería difícil para el lector avisado ver en este inclusivismo que no niega la otredad ni la diversidad, sino que ama al otro y lo diverso, la prédica de un hombre nuevo en una sociedad sin clases, heterógenea y homogénea a la vez. Amante de la totalidad múltiple y diversa, abrazando por igual lo alto y lo bajo, lo bueno y lo malo, lo agradable y lo desagradable, no podía tener cátedra, ni púlpito, ni escuela que son siempre para los parciales.  La obra de Whitman es un antídoto perfecto para los propensos al totalitarismo y al fascismo


Whitman no quiso darle una lectura socialista a sus hojas de hierba, pero la radicalidad de su democracia donde todo se reúne, se iguala, se avalora igual, nace de su amor por el hombre y la mujer promedio, los que halló en la calle, en la escuela, en los talleres de artesanos, en las pescaderías y en las tiendas donde amasaron sus dolores y sus amputaciones, y se mezclaron las sangres de todos los hombres.

Marcos 
Reyes 
Dávila

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