RESEÑA
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"El poema perdido
de Aurora Cáceres",
de
Rodrigo Quesada Monge*
(Costa Rica: Editorial Universidad Estatal a Distancia -- EUNAD, 2010.)
Posado sobre una butaca mullida levanta, como un asta, una espada,
Posado sobre una butaca mullida levanta, como un asta, una espada,
mientras con la mano izquierda recoge hacia sí un libro que lee en voz alta, como quien convoca y alienta vida con la palabra. En torno suyo, princesas suplican, caballeros embisten con su lanzada, mozos y escuderos vociferan en una mascarada, mientras los hechiceros contemplan la algazara. Pudiera ser Alonso Quijano el Bueno, lo mismo que Miguel de Cervantes, el verdadero motivo del inolvidable dibujo de Gustave Doré. Mas yo tengo para mí que se trata de Rodrigo Quesada Monge.
Tuve la oportunidad de conocer, ha poco, la cueva de sus alquimias solitarias en San José. Al lado derecho de su casa, una puerta estrecha da lugar a un espacioso salón, profundo más que alargado, campo de innumerables batallas de la palabra, en cuyo centro hay una mesa, y al fondo un escritorio para una computadora y sus aditamentos. A la derecha de la puerta de entrada se esconde una butaca mullida de espalda a la luz. Todo el espacio circundante queda rodeado de un ejército de libros en guardia, y al acecho. Si se hace un poco de silencio, se oye a los libros murmurar sus historias. Este parece ser el origen de este libro de Quesada Monge.
Cualquiera que conozca su obra historiográfica sabe que a nuestro autor le late con fuerza la vena de una palabra de alquimias que trasciende academias y trashuma poesía. La preocupación por el hombre y la mujer de carne y hueso se manifiesta de inmediato en cualquier libro suyo, hable del capitalismo inglés, de las peripecias del 1898, de las historias por la libertad en Nuestra América, o de Oscar Wilde, la mujer, la canción popular proletaria costarricense o la nostalgia.
Y es que, más que un curioso impertinente cervantino, Quesada es un curioso impenitente. Un ser curioso que de manera casi incontrolable explora los infinitos mundos de la condición humana. Por eso no puede extrañarnos encontrarnos de repente ante un libro como éste: El poema perdido de Aurora Cáceres.
Se trata, en verdad, de una muy curiosa narración que pone en evidencia un manejo del idioma que inflama la frialdad arqueológica que suelen presentar los textos de historia. Aurora Cáceres es una novelista limeña (1872-1958) cuya prosa narrativa osciló entre el modernismo y el indigenismo. Sin embargo, Quesada Monge no nos la trae como personaje, sino que la indaga de la mano de otros personajes que mucho más tarde la toman como objeto de sus obsesiones.
Desde el comienzo nos percatamos de cuánto reflejan estas páginas de la persona de su autor, e incluso de lo que creemos son abundantes reminiscencias autobiográficas recreadas con la paleta de una ficción que acentúa o difumina los rasgos. Abundan los hallazgos expresivos y las ideas novedosas. Esa alucinación por el libro y la lectura parece tan fuerte como el líbido que ha sobrepoblado el mundo a pesar de tantos holocaustos. Los poemas que le atribuye a Cáceres y que incluye en el texto son en verdad fascinantes. Sin embargo, o quizás por ello mismo, la lectura aturde. Produce algo de ese extrañamiento que se percibe en las películas de Fellini. Hay como un regodeo cíclico que parece llevar la trama de esta quizás antinovela a ningún sitio concreto pues, más que social, sociológico, externo, la trama bate reflexiones, impresiones, percepciones, un mundo interno riquísimo que a veces conforma un laberinto de espejos distorsionado y compuesto por personajes disfrazados y extravagantes. Es como perderse entre las páginas de sus miles de libros, saltando entre ellos a través de sus tapas. De esta suerte, el conciliábulo de libros de Rodrigo Quesada Monge conforma su propio aquelarre, su propio aleph.
Tiene razón Quesada Monge: la vida es siempre un laberinto. Y un carnaval de máscaras. Como dice el autor:
“...descubrí que los libros también tienen sus ordalías y sus Apocalipsis. Llegan a ser personalizados de tal manera que les otorgamos el privilegio de contar con su propia piel, sus propios olores y sabores, así como les reconocemos el derecho a tener vida propia. En sus éxodos y escapadas, cambios de manos, robos y extracciones inconsecuentes, un especioso regodeo, un regusto por la melancolía que nos dejan sus pérdidas los hacen más inaprensibles y necesarios”.
Rodrigo, como Quijano el Bueno en El Quijote, se nos perdió en este libro. Mas como fue siempre previsor, nos advirtió al final de este libro, con la magia del verso:
“Si te quedas a mi lado
Ya no querré morirme”.
A tu lado me quedo, Rodrigo. ¿Y cuántos de ustedes, lectores, querrán quedarse con nosotros?
Rodrigo, como Quijano el Bueno en El Quijote, se nos perdió en este libro. Mas como fue siempre previsor, nos advirtió al final de este libro, con la magia del verso:
“Si te quedas a mi lado
Ya no querré morirme”.
A tu lado me quedo, Rodrigo. ¿Y cuántos de ustedes, lectores, querrán quedarse con nosotros?
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* El presente texto se escribió como prólogo a la novela. Lamentablemente, no pudo ser incluido.
Marcos
Reyes
Dávila
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