El pintor de batallas
de Arturo Pérez Reverte
Conocí la narrativa de Arturo Pérez Reverte como muchos: a través del Capitán Alatriste. Alguna de las novelas de esa saga de aventuras del siglo de oro. ¿Evasión pura al estilo romántico, más que modernista? Quizás. Mas la vida le deparó a su autor, Pérez Reverte, la experiencia perturbadora del corresponsal de guerra cuya cobertura le valió un Príncipe de Asturias de Periodismo, y también varias novelas, entre las cuales se incluye la que reseñamos ahora.
No he sido un fiel lector de Pérez Reverte. El Alatriste no me movió lo suficiente como para seguirlo. Y no fue sino hasta “Un día de cólera” que regresé a un novelar, que ya sí me pareció extraordinario, y que hace en esta ocasión el reportaje casi periodístico del inicio de la rebelión madrileña contra los invasores franceses, anclado en ese primer día notable.
Conocedor de esa parte de su vida de corresponsal de guerra, el título y la nota de presentación de “El pintor de batallas” me sedujo. Acabo de leer el libro y me sacudo aquí las perturbaciones que me produjo. Anterior al mismo leí y reseñé la biografíade Miguel Hernández de Eutimio Martín. Para mi pesar, no pude con la novela distanciarme un ápice de la pesadilla del mundo real. Lo que era en "Un día de cólera" la crónica de hechos extraordinarios observados por un testigo privilegiado, se convierte en el "pintor de batallas", título que apunta al sujeto, en una perpectiva que no puede huirle ya a la introspección de la experiencia.
La nota de presentación del libro nos habla de un fotógrafo de guerra que intenta crear a través de la pintura, aislado en una torre frente al mar mediterráneo, la imagen que no pudo hallar con un diluvio de fotos de episodios atroces. Un personaje del pasado le anuncia una visita, que lleva la intención de cobrar una deuda mortal. Otro, una mujer que fue compañera de guerra, de cámaras, imágenes y amores apasionados, fallecida, constituyen el reducido núcleo de personajes principales. El entramado se nutre del diálogo triple que construyen en diferentes tiempos la pormenorizada descripción de esa pintura inacabada que es, en realidad, un enorme mural circular que contiene la imagen de la condición humana. Se expone en el mural la historia de las guerras, las pintadas en innumerables cuadros célebres a lo largo de los siglos, y las guerras observadas in situ, en sus fotos. El entramado incluye de manera destacada, además, la relación amorosa que permite la exposición a través del diálogo, de reflexiones en torno a las imágenes de fotos y pinturas de guerra, y también los diálogos con este visitante del pasado que estudia, como el fotógrafo-pintor Fulques, tanto en el recuerdo como en la pintura, la vivencia de la inacabable atrocidad humana.
Poco a poco, como quien descubre en un mar de imágenes pintadas o fotografíadas ese entramado, se compone un cuadro multidimensional de situaciones evocadas al azar o desprendidas por las provocaciones del diálogo, en el que inciden las sendas historias de estos tres personajes, la crónica de atrocidades que se ejecutan en el universo humano del tiempo y el espacio, y la manera como el color, las formas, las perspectivas recogen, develan y revelan el mundo humano de caos y malignidad que no cesa, que está siempre ahí, aunque no lo veamos, aunque no querramos verlo. Aunque la imagen se desplace a África, a Suramérica, o a Asia, enfoca principalmente Europa, y dentro de ella, la guerra de los Balcanes que desmembró la antigua Yugoeslavia y asoló con el afán de la limpieza étnica a serbios, croatas y bosnios.
Andrés Faulques intenta crear con la pintura la imagen intemporal del caos bajo la teoría de que el caos es parte inalienable del orden. Múltiples aristas se desprenden de la idea germinal, a la vez que utiliza como apoyos para la exposición los elementos teóricos y técnicos propios de artes diferentes, como la fotografía y la pintura. Mas el foco está concentrado en algo que va más allá de aquella preocupación latinoamericana con el torturador, pues Pérez Reverte no habla, por ejemplo, del fascismo, y aunque pone al capitalismo en la obra, lo coloca fuera del perímetro explícito. En realidad ve la malignidad en la condición humana misma, presta a mostrarse a la menor provocación, a la menor oportunidad. Lo que no se revela a la menor provocación es la manera como lo vivido desgarra la imagen interna de un sujeto que por todos los medios intenta ver sin ver, ver distante y desde el hielo mientras enfoca, ver sin involucrarse ni comprometerse con el horror y el diluvio de sangre caliente que se vierte sin motivo aparente.
De repente nos damos cuenta de lo insignificante que es discutir sobre la influencia de la violencia en la televisión y sobre los niños, o en las portadas de los periódicos de Venezuela, México, etc. De la inutilidad, quizás, de abogar por la paz en un mundo donde la violencia y la guerra saturan y permean todo, incluso la vivencia cotidiana del amor, pues queda demostrado en la novela que no se trata de fenómenos que ocurren lejos, en mundos terceros o cuartos, pobrísimos e incultos, sino de fenómenos retrados de manera inmisericorde a través de los siglos en los cuadros que se exhiben en El Prado, México, Londres, o el Louvre, que retrataron ayer con pinceles lo que hoy retratan las películas en el centro de la civilizada Europa, fenómenos que no están desvinculados, ni de los cuales están verdaderamente protegidos, las ciudades castillo modernas como Manhattan donde se publican las imágenes, de horror premiadas, en periódicos de enorme circulación y revistas de lujo, y para consumo en la paz del hogar.
No he sido un fiel lector de Pérez Reverte. El Alatriste no me movió lo suficiente como para seguirlo. Y no fue sino hasta “Un día de cólera” que regresé a un novelar, que ya sí me pareció extraordinario, y que hace en esta ocasión el reportaje casi periodístico del inicio de la rebelión madrileña contra los invasores franceses, anclado en ese primer día notable.
Conocedor de esa parte de su vida de corresponsal de guerra, el título y la nota de presentación de “El pintor de batallas” me sedujo. Acabo de leer el libro y me sacudo aquí las perturbaciones que me produjo. Anterior al mismo leí y reseñé la biografíade Miguel Hernández de Eutimio Martín. Para mi pesar, no pude con la novela distanciarme un ápice de la pesadilla del mundo real. Lo que era en "Un día de cólera" la crónica de hechos extraordinarios observados por un testigo privilegiado, se convierte en el "pintor de batallas", título que apunta al sujeto, en una perpectiva que no puede huirle ya a la introspección de la experiencia.
La nota de presentación del libro nos habla de un fotógrafo de guerra que intenta crear a través de la pintura, aislado en una torre frente al mar mediterráneo, la imagen que no pudo hallar con un diluvio de fotos de episodios atroces. Un personaje del pasado le anuncia una visita, que lleva la intención de cobrar una deuda mortal. Otro, una mujer que fue compañera de guerra, de cámaras, imágenes y amores apasionados, fallecida, constituyen el reducido núcleo de personajes principales. El entramado se nutre del diálogo triple que construyen en diferentes tiempos la pormenorizada descripción de esa pintura inacabada que es, en realidad, un enorme mural circular que contiene la imagen de la condición humana. Se expone en el mural la historia de las guerras, las pintadas en innumerables cuadros célebres a lo largo de los siglos, y las guerras observadas in situ, en sus fotos. El entramado incluye de manera destacada, además, la relación amorosa que permite la exposición a través del diálogo, de reflexiones en torno a las imágenes de fotos y pinturas de guerra, y también los diálogos con este visitante del pasado que estudia, como el fotógrafo-pintor Fulques, tanto en el recuerdo como en la pintura, la vivencia de la inacabable atrocidad humana.
Poco a poco, como quien descubre en un mar de imágenes pintadas o fotografíadas ese entramado, se compone un cuadro multidimensional de situaciones evocadas al azar o desprendidas por las provocaciones del diálogo, en el que inciden las sendas historias de estos tres personajes, la crónica de atrocidades que se ejecutan en el universo humano del tiempo y el espacio, y la manera como el color, las formas, las perspectivas recogen, develan y revelan el mundo humano de caos y malignidad que no cesa, que está siempre ahí, aunque no lo veamos, aunque no querramos verlo. Aunque la imagen se desplace a África, a Suramérica, o a Asia, enfoca principalmente Europa, y dentro de ella, la guerra de los Balcanes que desmembró la antigua Yugoeslavia y asoló con el afán de la limpieza étnica a serbios, croatas y bosnios.
Andrés Faulques intenta crear con la pintura la imagen intemporal del caos bajo la teoría de que el caos es parte inalienable del orden. Múltiples aristas se desprenden de la idea germinal, a la vez que utiliza como apoyos para la exposición los elementos teóricos y técnicos propios de artes diferentes, como la fotografía y la pintura. Mas el foco está concentrado en algo que va más allá de aquella preocupación latinoamericana con el torturador, pues Pérez Reverte no habla, por ejemplo, del fascismo, y aunque pone al capitalismo en la obra, lo coloca fuera del perímetro explícito. En realidad ve la malignidad en la condición humana misma, presta a mostrarse a la menor provocación, a la menor oportunidad. Lo que no se revela a la menor provocación es la manera como lo vivido desgarra la imagen interna de un sujeto que por todos los medios intenta ver sin ver, ver distante y desde el hielo mientras enfoca, ver sin involucrarse ni comprometerse con el horror y el diluvio de sangre caliente que se vierte sin motivo aparente.
De repente nos damos cuenta de lo insignificante que es discutir sobre la influencia de la violencia en la televisión y sobre los niños, o en las portadas de los periódicos de Venezuela, México, etc. De la inutilidad, quizás, de abogar por la paz en un mundo donde la violencia y la guerra saturan y permean todo, incluso la vivencia cotidiana del amor, pues queda demostrado en la novela que no se trata de fenómenos que ocurren lejos, en mundos terceros o cuartos, pobrísimos e incultos, sino de fenómenos retrados de manera inmisericorde a través de los siglos en los cuadros que se exhiben en El Prado, México, Londres, o el Louvre, que retrataron ayer con pinceles lo que hoy retratan las películas en el centro de la civilizada Europa, fenómenos que no están desvinculados, ni de los cuales están verdaderamente protegidos, las ciudades castillo modernas como Manhattan donde se publican las imágenes, de horror premiadas, en periódicos de enorme circulación y revistas de lujo, y para consumo en la paz del hogar.
Pérez Reverte ha escrito una extraña novela, extraordinaria y perturbadora. Me pregunto cómo sobrevivió él mismo, si, como parece, la escribió con las heridas abiertas y las entrañas en las manos. El lenguaje es fundamentalmente directo, espléndido por ratos, salpicado de poesía unas veces, otras demasiado académico-universitario, inmerso constantemente en el curso de las fórmulas técnicas del color, la pintura, la fotografía, el fotoperiodismo, incluso algo de griego y de filosofía, de lecciones de humanidades, de inventario de innumerables pinturas y pintores, de la teoría del caos y del efecto de la mariposa, de historia moderna y contemporánea, que margina sin embargo, las pretendidas causas y justificaciones dadas fraudulentamente a las guerras, pues el fotógrafo-pintor, ahora novelista, sabe que la muerte nunca es ajena. Como si lo buscara sin buscarlo, como si se acercara de espaldas, como desde la negación, se concreta lentamente la mirada en la mirada que lentamente satura una culpa insoportable. En realidad, para Pérez Reverte, nadie escapa sin culpa: ni la mujer hermosa, ni el artista, ni el objetivo periodista, ¡ni los niños!
Su enamorada, Olvido Ferrara, consciente de la belleza del horror, le dice al fotógrafo-pintor en una ocasión: “Ya no hay bárbaros, Fulques. Están todos dentro”. En esa observación está concentrada toda la terrible verdad que postula esta novela: ¡"Homo occisor"!
Marcos
Reyes Dávila
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