miércoles, 16 de septiembre de 2015

Gibson: Cuatro poetas en guerra


Ian Gibson: 
Cuatro poetas en guerra

(Barcelona: Editorial Planeta, 2007, 334 págs.)

Desde muchacho fui asiduo lector de los poetas de las primeras generaciones

del siglo XX de España. De Machado para acá, hasta la generación de 27 y de la guerra civil, y algunos posteriores como José Hierro. Mis padres tenían muchos libros en la casa. Juan Ramón Jiménez me sacudió intensamente cuando leí ya en mis primeros años de universidad su “Dios deseado y deseante”, y luego, sobre todo, esa obra incalificable e imperecedera   titulada “Espacio”, tanto la versión en prosa como la versión en verso. Lorca, siempre. En mis estudios graduados en la universidad de México tomé cuatro cursos: sobre León Felipe, Machado, Miguel Hernández y Alberti. Mi tesis fue sobre León Felipe. De modo que la poesía española de esas primeras décadas del siglo pasado son una parte que gruñe y gime continuamente en mis venas con una agonía que pareciera que la viví.
    Tengo las obras completas y las biografías de muchos de ellos. De ahí que no fuera extraño que cuando supe de este libro de Ian Gibson, el imprescindible biógrafo de Lorca y Machado, titulado “Cuatro poetas en guerra”, sintiera el irresistible impulso de adquirirlo. Algo me costó conseguirlo, tanto en dificultades como monetariamente. Pero bien valió disfrutar la dulce agonía de leerlo.
    El libro nos refiere, loor de biografías, el acontecer de cuatro poetas involucrados hasta el tuétano en la Guerra Civil Española (1936-1939), en este orden: Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Miguel Hernández. Cado uno vivió la guerra desde muy diferentes circunstancias, mas la suma de ellas nos impregna con un aroma de balance y plenitud. No se trata de biografías completas. Gibson se limita en cada caso a la experiencia de cada uno en el periodo concreto de la guerra, aunque expandiera la mira hasta la muerte, muchos años después, de Juan Ramón. De ahí el título del libro.
    El autor se ocupa inteligentemente del abrir y del cerrar. Es decir, un prólogo, “Epifanía del Frente Popular” (9-43), llevado de la mano, principalmente del periodista y dramaturgo argentino Pablo Suero, ayuda al lector a ubicarse en el terreno incierto de la víspera, es decir, desde finales de 1935 hasta el inicio de la guerra. Suero, que había conocido a Lorca en Buenos Aires, ha llegado a Palmas, y luego entra por Cádiz, y da buena cuenta del ambiente hostil y de presagio “escalofriante” que se respira en todas partes. Hace sus observaciones sobre el liderato político y las controversias insalvables entre las partes, así como da cuenta de muchos de los grandes escritores: Alberti, los Machado, Juan Ramón, Neruda, Lorca, Hernández, Altolaguirre y otros.
    El primer poeta cuya suerte escudriña Gibson es Machado. A pesar de haber leído ha pocos años su biografía, todavía me asombra la intensidad de su lucha y compromiso con la República, así como su identificación con socialistas y comunistas. De estos, solo lo separaba su falta de simpatía para con el principio marxista de que el factor económico es “el más esencial de la vida humana y el gran motor de la historia” (74). Me asombra su sencillez, su honestidad y humanidad demostrada en momentos de angustia y dolor. No deja Machado de culpar a las democracias occidentales cobardes que abandonaron a la República a su suerte a pesar de conocer las enormes dimensiones de la intervención del fascismo en España. De ello, particularmente de la actitud de Estados Unidos, culpa concretamente a la cadena de medios de Randolph Hearst, el fiero instigador de la intervención de Estados Unidos en Cuba, que no dejó de abonar de su propio bolsillo enormes recursos en armas cuando la guerra del 1898, y que ahora apoya con todo lo que tiene a Franco, Hitler y Mussolini. Vemos de cerca cómo sufre Antonio el tener en el lado enemigo a su hermano Manuel y la separación forzada de su querida Guiomar, también en el bando contrario. La relación del tránsito al exilio es seguida por Gibson con detallados pormenores, para decirlo con énfasis, y por ella conocemos el enorme caos de la huida de miles de españoles y los campos de concentración que los esperaban en Francia.
    De Jiménez me asombra hallarme ante una figura que se mantuvo constante en su lealtad a la república y en su rechazo del fascismo. A pesar de su famoso tema de “con la minoría siempre” y de su aparente desinterés por la política, Juan Ramón, tras acoger durante un breve tiempo en su casa a niños huérfanos, abogó luego desde el exilio en EstadosUnidos,, en su carácter de agregado cultural de la república, por esta. Lamentablemente, también en Estados Unidos tenía auge el fascismo, y además predominaba entonces un fuerte aislacionismo. No obstante, había llegado hasta expresarle a Suero que se consideraba un “comunista individualista” (?) (135), seguidor de un “comunismo ideal” que, a su juicio, era el “comunismo poético”: aquel en el que todos pudieran hacer un “trabajo gustoso”, el de su propia vocación (137), incluyendo la “ganancia justa”. Admiró el ejemplo heroico que dio la república en los campos de batalla, firmó proclamas y manifiestos de adhesión a la república y de repudio al fascismo, y previó la segunda guerra mundial.
    Su repudio a Franco no admitió nunca contemplaciones ni sosiegos, y su agonía ante la muerte de Lorca, Machado y luego, Miguel Hernández fue intenso y manifiesto. El dolor ante la muerte de Machado lo unió a Pablo Neruda.
    La relación del viacrucis de Federico García Lorca es demasiado vívido y casi insufrible. Gibson revela con lujo de detalles cuánto se vinculó el alegadamente apolítico Lorca con la república, su manifiesta y constante simpatía hacia los jornaleros y campesinos, y su repudio del fascismo. Sin embargo, Lorca se cuidó de firmar manifiestos comunistas y resintió la presión a que fue sometido para que se comprometiera más (177). Sorprende la cadena de errores de juicio que lo fue llevando a entrar en la jaula de las fieras. Lorca pudo escapar a su suerte varias veces, pero tomó la acción equivocada. Como le ocurrió a Miguel Hernández, llegó a creer que estaría a salvo entre la gente de su pueblo. El cerco se cerraba en torno suyo, hubo quien le suplicó que huyera en su compañía cuando aun era posible, pero creyó hallarse a salvo en casa de los Rosales, amigos y escritores, pero colaboradores destacados de la falange fascista. Uno de ellos consiguió una orden para su liberación de gobernador militar de la provincia, que el comandante Valdés desobedeció al mentirle alegando que ya se habían llevado al poeta. Valdés apeló al general Queipo de Llano, máxima autoridad rebelde de Andalucía, y este ordenó la muerte.
    Gibson maneja innumerables testimonios y documentos sobre las últimas horas de Lorca. Y el lector lo sufre, miserablemente. Ya no había luna, estaba cerca la célebre Fuente Grande que los árabes llamaban “Ainadamar”, es decir, la fuente de las lágrimas (226).
    La suerte de Miguel Hernández no será menos penosa. Solo que su ruta hacia la muerte fue más lenta. Miguel tenía la juventud que le faltó a Machado para luchar por la república desde la trinchera. Los años de la república fueron los años de su ascenso a la república de la poesía. Todo coincidió ajustadamente. Miguel venía del catolicismo asfixiante del campo de Orihuela. El “poeta-pastor”, como lo conocían y se presentaba él mismo, pronto se convirtió en el poeta de la guerra. Atrás quedaron los versos gongorinos de su “Perito en lunas” y los apasionados de amores por la pintora Maruja Mallo. Miguel sí se afilió tempranamente al Partido Comunista, influido por Alberti y Neruda. Miguel gozó de una rápida aceptación entre los escritores de Madrid, muchos de la talla de Lorca –con quien tuvo luego una fugaz desavenencia–, Alberti, Altolaguirre, Bergamín, Serrano Plaja, Sender, Cernuda, Jorge y Nicolás Guillén, así como los nuestroamericanos Pablo Neruda, Octavio Paz, Carpentier. Juan Ramón encabezó los elogios, y Vicente Aleixandre fue de los amigos más fieles.
    Miguel, que se había adscrito a la Alianza de Intelectuales Antifascistas, se enlistó pronto, y pronto se convirtió en “comisario político”. Desde esa posición gozó de gran movilidad, y produjo una obra numerosa de combate, tanto en verso como en prosa y teatro. Como es sabido, la paternidad cambió su vida. Y aunque murió a los pocos meses su primer hijo, Manuel Ramón, no ocurrió lo mismo con el segundo, Manuel Miguel. A diferencia de los demás escritores, Miguel vivió de cerca el combate de sangre y muerte. A la hora de la huida, sin embargo, lo abandonaron a su suerte en Madrid, según parece. Por más que intenta ingresar en la embajada de Chile, su nombre no aparece en la lista de recomendados por Alberti, y Alberti tampoco provee para él en la huida en coche que este hace a un pueblo cercano donde está su mujer y desde donde saldrán en avión. Tras una amnistía, y a pesar de hacer inicialmente esfuerzos por buscar cómo salir de España, entre ellos, otro fracasado intento con la embajada de Chjile, Miguel va a su pueblo, a su mujer y su hijo, y sueña y cree que podrá rehacer su vida campesina a pesar de que muchos le advierten del enorme peligro.
    Como Lorca, los pasos de Miguel se agravan con sus desaciertos y malas decisiones. Además, se niega a declararse arrepentido a cambio de la libertad y el perdón, aun cuando está enfermo gravemente y en tránsito de muerte. El obispo Almarcha que en su niñez y juventud lo apadrinó se negó a socorrerlo hasta que fue demasiado tarde. Incluso su propia mujer se negó a visitarlo y a llevar consigo al niño de sus desvelos, y tampoco su padre. La tuberculosis, sin verdadera asistencia médica, lo pudrió, literalmente. Era política oficial evitar aumentar innecesariamente el número de fusilados si se podía contar con el auxilio de una “muerte natural” instigada.
    Juan Ramón Jiménez llegó a declarar en el 1948 lo siguiente:
    “De los poetas españoles muertos durante la guerra, los más señalados fueron Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Federico García Lorca y Miguel Hernández. De ellos, el que peleó en los frentes y no quiso salir de la cárcel, donde se extinguía tísico y cantando sus amores, mientras otros compañeros siguieron detenidos, fue Miguel Hernández, héroe de la guerra. Decir esto que yo digo es justo y es exacto” (283).
    “El autor se ocupa inteligentemente del abrir y del cerrar”, estipulamos al principio. Y es que, además del prólogo, un “Epílogo” hace el balance parcial, somero, de algunos derroteros. Por ese epílogo sabemos que “por lo menos 50,000 presos republicanos fueron fusilados entre 1939 y 1944", sin tener en cuenta los instigados a “muerte natural” como Miguel Hernández (288).
    El libro de Gibson, quien ha estudiado intensamente esta época y a estos autores, goza de una notable cantidad de notas y referencias: 28 páginas. Incluye una amplia bibliografía de siete páginas y un índice onomástico. Qué más se puede pedir de una obra encuadernada en una blanca pasta dura, como una decantada lápida, pura y pura.



Marcos
Reyes Dávila
¡Albizu seas!

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