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Puerto Rico:
De la nación latinoamericana
al Estado “Latino”*
1. Prontuario histórico
En unos villancicos de 1676, Sor Juana Inés de la Cruz, la egregia mexicana que despunta señera, allende los mares, en el Siglo de Oro de las letras españolas, introduce la voz de un negro, tal como lo hizo en años anteriores. Esta vez, para nosotros, se destaca un detalle de identidad: trátase de un negro puertorriqueño. La introducción de un negro carece de novedad en la obra de Sor Juana. Sabido es la postura ampliamente inclusiva y sincrética de la cultura y de la obra de la monja en la que abundan negros, campesinos e, incluso, indios que hablan en versos en náhuatl. No obstante, no dejan de asombrar los primeros versos de un negro puertorriqueño*, seguidos luego por algunas coplas:
¡Tumba, la-lá-la; tumba, la-.lé-le;
que donde ya Pilico, escrava no quede!
¡Tumba, tumba, la.lé-le; tumba, la-lá-la
que donde ya Pilico, no quede escrava!
Los versos de Sor Juana evocan entrañablemente la obra señera de Luis Palés Matos. Palés, poeta nacido en el 1898, es quizás el más reconocido poeta del siglo XX en Puerto Rico en virtud de méritos varios, mas de manera prominente, por la creación de un arte poético sincrético de raíces afrocaribeñas que le recordó a la élite intelectual nacional hispanófila la indiscutible aportación de los diversos grupos africanos a la formación de la nacionalidad puertorriqueña y de la cultura caribeña toda.
Puerto Rico, una de las cuatro Antillas Mayores del Caribe, fue capturada para la cultura de Occidente en el segundo viaje de Colón (1493). En ese sentido, fue parte de la plaza primera de la conquista y colonización europea de las Américas. Su posición oriental determinó, entre otras cosas, que se le convirtiera en puerto de transbordo y en plaza fuerte del régimen colonial, hecho que repercutió en el siglo de la emancipación cuyo bicentenario celebran los demás países de Nuestra América, pues, aunque Simón Bolívar contemplara incluir a Cuba y Puerto Rico en sus proyectos de liberación, otros intereses frenaron sus deseos, entre ellos, las ambiciones de expansión del nuevo gobierno norteamericano plasmadas de manera soberbia en la doctrina del “destino manifiesto”. De esta suerte, ambas Antillas quedaron fuera del alcance de las iniciativas emancipatorias latinoamericanas, aunque quedaron, sin embargo, atrapadas muy pronto en las redes comerciales de los Estados Unidos. A pesar de que en las Antillas se gestó un movimiento de liberación coordinado desde el exilio que forjó la utopía de una confederación antillana, la historia no pudo evitar la intervención en la contienda de Estados Unidos en el 1898. El 1898 es el año que cifra la realidad puertorriqueña desde entonces y que determina las características fundamentales del siglo XX en Puerto Rico.
La economía de Puerto Rico dependía de la norteamericana aún bajo el régimen colonial español, y desde varias décadas antes de su conquista y ocupación. El Tratado de París (1898) solo certificó lo que era desde mucho antes un hecho. Es innegable que el movimiento autonomista, que a duras penas logró sobrevivir a los ahogos del régimen monárquico español, quedó deslumbrado ante la ilusión de que Puerto Rico llegase a ser anexado como un nuevo estado del país “más libre y próspero” del planeta. Para toda la América Latina, pero de manera más acuciante en Centroamérica y las Antillas, la nordomanía fue un factor inmarginable en el desarrollo de los procesos políticos y los desarrollos económicos. Desde el exilio, Ramón Emeterio Betances y, en suelo patrio, Eugenio María de Hostos, advirtieron que Estados Unidos se convertía en un imperio, negando con ello los principios de su propia constitución. Tras el régimen militar inicial, la Ley Foraker de 1900 estableció los parámetros infranqueables establecidos por el Congreso: “Puerto Rico pertenece a, pero NO es parte de, Estados Unidos”. Esa ley creó, no obstante, la Ciudadanía de Puerto Rico. En el 1917, justo a tiempo para llamar a los puertorriqueños a servir en sus fuerzas armadas en la Primera Guerra Mundial, el Congreso “impuso” a los ciudadanos puertorriqueños la ciudadanía estadounidense.
Durante las primeras décadas del siglo, Estados Unidos gobernó directamente a la nación nombrando un gobernador norteamericano y una cámara alta. Este gobierno estableció los cauces de la incorporación de los recursos Puerto Rico dentro de los parámetros de los intereses norteamericanos y de una progresiva asimilación que no excluyó la enseñanza obligatoria del inglés ni el establecimiento de dicho idioma como idioma oficial. Algunos llamaron a este proceso en, los años setentas, “transculturación”. Otros, prefirieron los términos de americanización y de modernización.
No obstante, en el país se fue gestando la protesta. Aún muchos de aquellos que dieron vítores a la bandera que entraba a tierra al frente de las tropas, tras el cañoneo de San Juan, soñando con que Puerto Rico se convertiría en un nuevo estado de la federación, pronto tomaron conciencia de la realidad de los hechos arropados por el desahucio colonial de sus ilusiones.
En el 1930 fue electo presidente del Partido Nacionalista Pedro Albizu Campos. Albizu se convertiría en una figura heroica y legendaria que retaría, incluso con el uso de las armas, el dominio norteamericano. Sufrió por ello la más feroz represión del régimen colonial y tuvo que vivir la mayor parte de su vida tras las rejas. Sin embargo, ante el empuje de un pueblo que canalizaba de muy diversas maneras su reclamo de reivindicaciones proclamando su identidad nacional, el gobierno norteamericano dio marcha atrás a la imposición del inglés y, eventualmente, impuso un modelo autonomista cuya figura protagónica fue Luis Muñoz Marín. En el 1952 se creó la imagen ilusoria de un estatus que llamaron “Estado Libre Asociado” (ELA), con una constitución, refrendada por el Congreso norteamericano, un gobernador y cámaras legislativas puertorriqueños, y una bandera finalmente descriminalizada. El régimen mantuvo tras bastidores, no obstante, todos los poderes plenarios del Congreso sobre Puerto Rico en lo que se dio en llamar la jurisdicción de la “esfera federal”, esto es, el control colonial de todos los factores de importancia estratégica, incluidos los tribunales “federales”, las leyes de cabotaje, el control de aduanas, las instalaciones militares, la economía, moneda, ciudadanía, industria, las comunicaciones, entre otras cosas, y todo aquello que el Congreso determinara, unilateralmente, de interés nacional norteamericano. A pesar de ello, el gobierno de Estados Unidos convenció al Comité de Descolonización de la ONU en el 1953 de que Puerto Rico se había autodeterminado libremente. Eran los años del triunfo en la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos no mostró vergüenza alguna al utilizar, frente al desarrollo del nacionalismo en Puerto Rico, todo el poder del estado imperial a través de todas sus agencias de seguridad, civiles y militares, el asesinato, la represión judicial e, incluso el uso de las fuerzas armadas. Sin embargo, tuvo más éxito con el patrocinio del exilio, las subvenciones económicas para una enorme porción de la población, el control de los medios de comunicación y de la enseñanza, la militarización del país y la drogadicción.
El gobierno de Roosevelt y la Segunda Guerra Mundial impulsaron profundos cambios en la sociedad puertorriqueña. Del monocultivo de la caña de azúcar de las primeras décadas, se pasó a un proceso de industrialización que arruinó la agricultura y la emigración masiva del campo y la montaña a la costa y la capital, y desde allí a los Estados Unidos. La Revolución Cubana benefició durante un tiempo a la isla pues Estados Unidos quiso proponer a Puerto Rico, ante Nuestra América, como “vitrina de la democracia” al estilo norteamericano. Sin embargo, tan solo unos lustros más tarde, los cambios profundos operados en un mundo descolonizado, la crisis del mundo socialista y la caída de la Unión Soviética, la expansión del tráfico de drogas, la militarización, y el auge del modelo neoliberal de fin de siglo trajeron consigo la quiebra y la ruina de un país descapitalizado, inflado artificialmente por una economía sin raíces propias, subvencionada por los programas de asistencia social del imperio.
Desde el 1968 reina en el país un bipartidismo práctico. Ese año triunfó en las elecciones un partido que aboga por la estadidad, hecho que ha ocurrido con regular intermitencia desde entonces, y que ha desgastado la fuerza electoral que creó el ilusorio “estatus” del ELA colonial. El independentismo, que no ha desaparecido, sucumbió ante la intensa represión del segundo medio siglo a manos de operativos de inteligencia, y con la ayuda del amplio consumo de drogas, de los programas de asistencia social y de la propaganda omnipresente, mas no sin dejar de articular respuestas heroicas como la de los “Macheteros” –el Ejército Popular Boricua– que protagonizó golpes espectaculares como la destrucción de los aviones de combate de la “National Guard”, el robo de mayor envergadura en la historia norteamericana, y el ataque con bazuca al edificio que alberga las instalaciones del FBI y la Corte imperial.
La bancarrota del país en el espacio de entresiglos ha sido un hecho inexorable de la fatalidad. Tras la caída de la Unión Soviética y el abandono de la política que ofrecía a Puerto Rico como vitrina del éxito norteamericano, Estados Unidos, encauzado desde Reagan por una política derechista neoliberal, recortó los créditos contributivos que sostuvieron el financiamiento del ELA –la llamada sección 936 del código de Rentas Internas norteamericano–, desalentando de ese modo la instalación de nuevas industrias. Las leyes de cabotaje que encadenan el comercio de Puerto Rico a la marina más cara del planeta hicieron imposible el desarrollo de un megapuerto de transbordo que se planteó como sustitución de las empresas 936. La privatización de todo se propuso como la solución ideal ante un gobierno incapaz de resolver las dificultades crecientes. De la mano de la privatización, en un dualismo inalterable, vino la corrupción.
El estado, dicho a modo de ejemplo, poseía una red de unidades de salud pública en casi todos los municipios del país, reforzados por otra red de hospitales regionales y un extraordinario centro médico en la capital. Todas las unidades de salud pública gratuita fueron vendidas para sustuirlas por tarjetas de plástico y un sistema privado de proveedores de salud inoperable. Del mismo modo, el gobierno vendió –privatizó– una de las empresas del estado más productivas: la compañía de teléfonos y comunicaciones.
Por lo demás, Puerto Rico es un país sometido a un régimen de comercio imperial que le impide protegerse. ¿Quién puede cultivar café o arroz si estos productos no se pueden proteger de forma alguna de las importaciones norteamericanas? No podemos producir ni yautía, plátanos, carne, naranjas, legumbres sin competir con las importaciones de Florida, la República Dominicana, Costa Rica, Ecuador. ¿Qué industria del libro puede sostenerse si entran aquí con privilegios las cadenas multinacionales norteamericanas de la industria? ¿Qué comercio nacional de ropa, de zapatos o de muebles, qué farmacia que compita con las cadenas monopolísticas multinacionales? Puerto Rico es un país con un Burger King y un Kentucky en cada esquina, en cada calle una farmacia Walgreens o un supermercado Walmart. La corte federal fija hasta el precio de la leche y de los huevos a conveniencia de los productores e importadores norteamericanos.
El Puerto Rico del siglo XXI es un país a la deriva, desterritorializado y nómada, descapitalizado y quebrado, cuya población vive en el exilio. Desde principios de 2010 se comenzó a fraguar una crisis institucional producida por una merma sustancial en el presupuesto que consignó el nuevo gobierno de Puerto Rico, resultado a su vez de la crisis fiscal que afronta un país que ha visto reducir en los últimos lustros su tasa de empleo a un 40 %, su población en un 2.2%, su economía en un 10%, y su riqueza nacional en alrededor de 50 mil millones de dólares.
El gobierno electo a fines del 2008, asumió con vigor la fórmula neoliberal que ha estado prevaleciendo en gran parte del mundo capitalista occidental. Sus primeras acciones estuvieron dirigidas a poner en suspenso el estado de derecho prevaleciente en Puerto Rico, con el pretexto de esa crisis fiscal, y bajo el amparo de una ley que derogó convenios y leyes laborales, retrocedió las conquistas laborales y las condiciones de empleo en el país, a la vez que decretó el despido de cerca de 40,000 empleados públicos. Simultáneamente orquestó, por vía legislativa, la eliminación de numerosas instituciones que articularon durante más de medio siglo la participación democrática en los asuntos del país como el Colegio de Abogados, a la vez que alteraban la constitución de otros instrumentos del poder para garantizar de ese modo el control directo e inmediato de los mismos. Entre estos, se destaca de manera prominente el Tribunal Supremo de Puerto Rico y la Universidad de Puerto Rico (UPR).
Como ya se conoce, el proyecto neoliberal alega que sus medidas son la “medicina amarga” que es necesaria para enfrentar una crisis que es falsa. Esas medicinas son en realidad un proyecto dirigido a la apropiación de la riqueza pública y el desmantelamiento del estado benefactor. El proyecto sabe que enfrentará protestas. Por eso opta con soberbia por una represión policiaca y un uso de violencia institucional que desarticulan el estado democrático, erosionan los derechos humanos y se aproxima al estado fascista. El gobierno se convierte de esta manera en una especie de enfermedad social autoinmune como la artritis reumatoide, el lupus o la esclerosis múltiple, pues el gobierno ataca y destruye el país propio.
En Puerto Rico, ese proyecto contempla la destrucción de la identidad nacional puertorriqueña enmascarada con la vestimenta de un estado “latino”, una especie de producto “transgénico” que no es ni puertorriqueño ni mexicano ni colombiano ni cubano. Súmele a eso el hecho de que hoy por hoy más de la mitad de la nación puertorriqueña vive en exilio, con lo que esa diáspora implica en términos de hibridez cultural. 113 años después de la invasión, Estados Unidos no ha celebrado en Puerto Rico un solo plebiscito, ni ha desarrollado nunca un proceso libre de autodeterminación.
2. Breviario cultural
A tono con el desarrollo histórico-social, antes esbozado, que transita desde la invasión de 1898, hasta la creación del régimen “autonómico” de 1952, y de allí al siglo XXI, la cultura y la literatura puertorriqueña ha tenido que vivir bajo un régimen de defensa propia. Hubo una generación del 98 puertorriqueña que se apropió de las conquistas del modernismo para desarraigarse de las formas caducas y arcaicas de la cultura española y mirarse en el espejo de una nacionalidad latinoamericana y caribeña ansiosa de modernidad. Los acicates de la vanguardia no tardaron en llegar en auxilio de esa cultura de resistencia. En ese tránsito al mundo del nuevo siglo se destacaron figuras como José de Diego, Luis Llorens Torres, Nemesio Canales y Clemente Soto Vélez.
La primera década, cenital, coincidió con el auge del nacionalismo político y lo encarnó la llamada “generación del treinta”. A esta generación perteneció Luis Palés Matos, mencionado al comienzo de estas líneas. Su misión histórica fue la elaboración y la pintura de un modelo de nacionalidad cultural de raíz hispánica, mas inserta, eventualmente, en las aguas mestizas de El Caribe negro. Al lado de Palés, un grupo extraordinario de autores en todos los géneros. Entre los poetas, Juan Antonio Corretjer, Julia de Burgos, Evaristo Rivera Chevremont. Un poco después Francisco Matos Paoli. En la novela, suceden a Manuel Zeno Gandía autores como Enrique Laguerre y José de Diego Padró. El ensayo dará figuras canónicas como Antonio S. Pedreira, Tomás Blanco, Concha Meléndez y Margot Arce de Vázquez. El cuento, a Emilio S. Belaval, Abelardo Díaz Alfaro, José Luis González. El teatro, figuras como René Marqués y Francisco Arriví. Muchas de estas figuras señeras, tomadas casi al azar de un inventario basto, dominaron la escena cultural puertorriqueña de gran parte del siglo pues se constituyeron en los maestros de muchas generaciones, ya fuera dentro de la Universidad de Puerto Rico –fundada en el 1903– o desde otras instituciones culturales.
El canon patricio fue subvertido con el crecimiento del marxismo y las proclamas de la revolución cubana. En los años sesenta, una nueva generación, imbuida de una militancia antiburguesa, cuestiona el canon nacionalista y relanza el trompo con su conciencia de clase. El país se había transformado violentamente. La pobreza y la anemia del mundo español fue suplantada por un sistema de haciendas dedicadas fundamentalmente al cultivo de la caña, abandonada a mediados de siglo por un afán industrializador y modernizante que convertirá un país ruralizado en uno urbanizado e industrializado, con el consiguiente desplazamiento poblacional. Ese tránsito que René Marqués inmortalizó con la imagen de “la carreta” y de los “soles truncos”, se extiende hacia el exilio y el crecimiento inaudito de la población puertorriqueña en comunidades, principalmente, de la costa este norteamericana. El cambio del mundo rural al urbano, y la posterior crisis social de ese mundo industrial, es la raíz que alimenta la nueva literatura. En ella había terreno fértil para la prédica marxista.
Los poetas del sesenta proponen una poesía “cargada de futuro”, según el decir del poeta español Gabriel Celaya, y auspician un debate cultural con el mundo canónico erigido por los autores del treinta que se adueñó, como dijimos antes de las instituciones culturales, ya fuera la universidad, el Instituto de Cultura Puertorriqueña o el Ateneo Puertorriqueño, a veces sobrecargada, en mi opinión, de mucha complacencia y occidentalismo. Al punto de vista social, colectivo, de los poetas del sesenta, y al afán de reivindicaciones nacionalistas y de clase, se le impuso un punto de vista más subjetivo, personal, y una demanda de libertades que subvertían la sociedad burguesa, militarizada, racista, machista. Al debate le siguió la propuesta de profesionalización del escritor que inundó el mundo contemporáneo. De allí, pasamos a las propuestas impuestas por los profundos cambios sociales y tecnológicos que han revolucionado nuestra manera de interactuar y de ver el mundo. En muchas partes se ha hablado de una posmodernidad que desplaza sus acentos a lo periférico, a un sujeto colocado como observador crítico o irónico al margen de los eventos, desarraigado de la hecatombe.
Un ex gobernador de los noventas, declaró en una entrevista, recién electo, que su libro favorito era “Animal farm”. El actual gobernador bien podría decir que su autor puertorriqueño preferido es Paulo Coelho. De modo que, aunque sea indefectiblemente Puerto Rico un proyecto de estado “latino” acosado por las enfermedades autoinmunes y autodestructivas de un regimen colonial y neoliberal, bien podría decirse también que aún prevalece aquella definición funesta que articularon nuestros próceres en el siglo XIX: Puerto Rico es “el cadáver de un país que no ha nacido”.
¡Tumba, la-lá-la; tumba, la-.lé-le;
que donde ya Pilico, escrava no quede!
¡Tumba, tumba, la.lé-le; tumba, la-lá-la
que donde ya Pilico, no quede escrava!
Los versos de Sor Juana evocan entrañablemente la obra señera de Luis Palés Matos. Palés, poeta nacido en el 1898, es quizás el más reconocido poeta del siglo XX en Puerto Rico en virtud de méritos varios, mas de manera prominente, por la creación de un arte poético sincrético de raíces afrocaribeñas que le recordó a la élite intelectual nacional hispanófila la indiscutible aportación de los diversos grupos africanos a la formación de la nacionalidad puertorriqueña y de la cultura caribeña toda.
Puerto Rico, una de las cuatro Antillas Mayores del Caribe, fue capturada para la cultura de Occidente en el segundo viaje de Colón (1493). En ese sentido, fue parte de la plaza primera de la conquista y colonización europea de las Américas. Su posición oriental determinó, entre otras cosas, que se le convirtiera en puerto de transbordo y en plaza fuerte del régimen colonial, hecho que repercutió en el siglo de la emancipación cuyo bicentenario celebran los demás países de Nuestra América, pues, aunque Simón Bolívar contemplara incluir a Cuba y Puerto Rico en sus proyectos de liberación, otros intereses frenaron sus deseos, entre ellos, las ambiciones de expansión del nuevo gobierno norteamericano plasmadas de manera soberbia en la doctrina del “destino manifiesto”. De esta suerte, ambas Antillas quedaron fuera del alcance de las iniciativas emancipatorias latinoamericanas, aunque quedaron, sin embargo, atrapadas muy pronto en las redes comerciales de los Estados Unidos. A pesar de que en las Antillas se gestó un movimiento de liberación coordinado desde el exilio que forjó la utopía de una confederación antillana, la historia no pudo evitar la intervención en la contienda de Estados Unidos en el 1898. El 1898 es el año que cifra la realidad puertorriqueña desde entonces y que determina las características fundamentales del siglo XX en Puerto Rico.
La economía de Puerto Rico dependía de la norteamericana aún bajo el régimen colonial español, y desde varias décadas antes de su conquista y ocupación. El Tratado de París (1898) solo certificó lo que era desde mucho antes un hecho. Es innegable que el movimiento autonomista, que a duras penas logró sobrevivir a los ahogos del régimen monárquico español, quedó deslumbrado ante la ilusión de que Puerto Rico llegase a ser anexado como un nuevo estado del país “más libre y próspero” del planeta. Para toda la América Latina, pero de manera más acuciante en Centroamérica y las Antillas, la nordomanía fue un factor inmarginable en el desarrollo de los procesos políticos y los desarrollos económicos. Desde el exilio, Ramón Emeterio Betances y, en suelo patrio, Eugenio María de Hostos, advirtieron que Estados Unidos se convertía en un imperio, negando con ello los principios de su propia constitución. Tras el régimen militar inicial, la Ley Foraker de 1900 estableció los parámetros infranqueables establecidos por el Congreso: “Puerto Rico pertenece a, pero NO es parte de, Estados Unidos”. Esa ley creó, no obstante, la Ciudadanía de Puerto Rico. En el 1917, justo a tiempo para llamar a los puertorriqueños a servir en sus fuerzas armadas en la Primera Guerra Mundial, el Congreso “impuso” a los ciudadanos puertorriqueños la ciudadanía estadounidense.
Durante las primeras décadas del siglo, Estados Unidos gobernó directamente a la nación nombrando un gobernador norteamericano y una cámara alta. Este gobierno estableció los cauces de la incorporación de los recursos Puerto Rico dentro de los parámetros de los intereses norteamericanos y de una progresiva asimilación que no excluyó la enseñanza obligatoria del inglés ni el establecimiento de dicho idioma como idioma oficial. Algunos llamaron a este proceso en, los años setentas, “transculturación”. Otros, prefirieron los términos de americanización y de modernización.
No obstante, en el país se fue gestando la protesta. Aún muchos de aquellos que dieron vítores a la bandera que entraba a tierra al frente de las tropas, tras el cañoneo de San Juan, soñando con que Puerto Rico se convertiría en un nuevo estado de la federación, pronto tomaron conciencia de la realidad de los hechos arropados por el desahucio colonial de sus ilusiones.
En el 1930 fue electo presidente del Partido Nacionalista Pedro Albizu Campos. Albizu se convertiría en una figura heroica y legendaria que retaría, incluso con el uso de las armas, el dominio norteamericano. Sufrió por ello la más feroz represión del régimen colonial y tuvo que vivir la mayor parte de su vida tras las rejas. Sin embargo, ante el empuje de un pueblo que canalizaba de muy diversas maneras su reclamo de reivindicaciones proclamando su identidad nacional, el gobierno norteamericano dio marcha atrás a la imposición del inglés y, eventualmente, impuso un modelo autonomista cuya figura protagónica fue Luis Muñoz Marín. En el 1952 se creó la imagen ilusoria de un estatus que llamaron “Estado Libre Asociado” (ELA), con una constitución, refrendada por el Congreso norteamericano, un gobernador y cámaras legislativas puertorriqueños, y una bandera finalmente descriminalizada. El régimen mantuvo tras bastidores, no obstante, todos los poderes plenarios del Congreso sobre Puerto Rico en lo que se dio en llamar la jurisdicción de la “esfera federal”, esto es, el control colonial de todos los factores de importancia estratégica, incluidos los tribunales “federales”, las leyes de cabotaje, el control de aduanas, las instalaciones militares, la economía, moneda, ciudadanía, industria, las comunicaciones, entre otras cosas, y todo aquello que el Congreso determinara, unilateralmente, de interés nacional norteamericano. A pesar de ello, el gobierno de Estados Unidos convenció al Comité de Descolonización de la ONU en el 1953 de que Puerto Rico se había autodeterminado libremente. Eran los años del triunfo en la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos no mostró vergüenza alguna al utilizar, frente al desarrollo del nacionalismo en Puerto Rico, todo el poder del estado imperial a través de todas sus agencias de seguridad, civiles y militares, el asesinato, la represión judicial e, incluso el uso de las fuerzas armadas. Sin embargo, tuvo más éxito con el patrocinio del exilio, las subvenciones económicas para una enorme porción de la población, el control de los medios de comunicación y de la enseñanza, la militarización del país y la drogadicción.
El gobierno de Roosevelt y la Segunda Guerra Mundial impulsaron profundos cambios en la sociedad puertorriqueña. Del monocultivo de la caña de azúcar de las primeras décadas, se pasó a un proceso de industrialización que arruinó la agricultura y la emigración masiva del campo y la montaña a la costa y la capital, y desde allí a los Estados Unidos. La Revolución Cubana benefició durante un tiempo a la isla pues Estados Unidos quiso proponer a Puerto Rico, ante Nuestra América, como “vitrina de la democracia” al estilo norteamericano. Sin embargo, tan solo unos lustros más tarde, los cambios profundos operados en un mundo descolonizado, la crisis del mundo socialista y la caída de la Unión Soviética, la expansión del tráfico de drogas, la militarización, y el auge del modelo neoliberal de fin de siglo trajeron consigo la quiebra y la ruina de un país descapitalizado, inflado artificialmente por una economía sin raíces propias, subvencionada por los programas de asistencia social del imperio.
Desde el 1968 reina en el país un bipartidismo práctico. Ese año triunfó en las elecciones un partido que aboga por la estadidad, hecho que ha ocurrido con regular intermitencia desde entonces, y que ha desgastado la fuerza electoral que creó el ilusorio “estatus” del ELA colonial. El independentismo, que no ha desaparecido, sucumbió ante la intensa represión del segundo medio siglo a manos de operativos de inteligencia, y con la ayuda del amplio consumo de drogas, de los programas de asistencia social y de la propaganda omnipresente, mas no sin dejar de articular respuestas heroicas como la de los “Macheteros” –el Ejército Popular Boricua– que protagonizó golpes espectaculares como la destrucción de los aviones de combate de la “National Guard”, el robo de mayor envergadura en la historia norteamericana, y el ataque con bazuca al edificio que alberga las instalaciones del FBI y la Corte imperial.
La bancarrota del país en el espacio de entresiglos ha sido un hecho inexorable de la fatalidad. Tras la caída de la Unión Soviética y el abandono de la política que ofrecía a Puerto Rico como vitrina del éxito norteamericano, Estados Unidos, encauzado desde Reagan por una política derechista neoliberal, recortó los créditos contributivos que sostuvieron el financiamiento del ELA –la llamada sección 936 del código de Rentas Internas norteamericano–, desalentando de ese modo la instalación de nuevas industrias. Las leyes de cabotaje que encadenan el comercio de Puerto Rico a la marina más cara del planeta hicieron imposible el desarrollo de un megapuerto de transbordo que se planteó como sustitución de las empresas 936. La privatización de todo se propuso como la solución ideal ante un gobierno incapaz de resolver las dificultades crecientes. De la mano de la privatización, en un dualismo inalterable, vino la corrupción.
El estado, dicho a modo de ejemplo, poseía una red de unidades de salud pública en casi todos los municipios del país, reforzados por otra red de hospitales regionales y un extraordinario centro médico en la capital. Todas las unidades de salud pública gratuita fueron vendidas para sustuirlas por tarjetas de plástico y un sistema privado de proveedores de salud inoperable. Del mismo modo, el gobierno vendió –privatizó– una de las empresas del estado más productivas: la compañía de teléfonos y comunicaciones.
Por lo demás, Puerto Rico es un país sometido a un régimen de comercio imperial que le impide protegerse. ¿Quién puede cultivar café o arroz si estos productos no se pueden proteger de forma alguna de las importaciones norteamericanas? No podemos producir ni yautía, plátanos, carne, naranjas, legumbres sin competir con las importaciones de Florida, la República Dominicana, Costa Rica, Ecuador. ¿Qué industria del libro puede sostenerse si entran aquí con privilegios las cadenas multinacionales norteamericanas de la industria? ¿Qué comercio nacional de ropa, de zapatos o de muebles, qué farmacia que compita con las cadenas monopolísticas multinacionales? Puerto Rico es un país con un Burger King y un Kentucky en cada esquina, en cada calle una farmacia Walgreens o un supermercado Walmart. La corte federal fija hasta el precio de la leche y de los huevos a conveniencia de los productores e importadores norteamericanos.
El Puerto Rico del siglo XXI es un país a la deriva, desterritorializado y nómada, descapitalizado y quebrado, cuya población vive en el exilio. Desde principios de 2010 se comenzó a fraguar una crisis institucional producida por una merma sustancial en el presupuesto que consignó el nuevo gobierno de Puerto Rico, resultado a su vez de la crisis fiscal que afronta un país que ha visto reducir en los últimos lustros su tasa de empleo a un 40 %, su población en un 2.2%, su economía en un 10%, y su riqueza nacional en alrededor de 50 mil millones de dólares.
El gobierno electo a fines del 2008, asumió con vigor la fórmula neoliberal que ha estado prevaleciendo en gran parte del mundo capitalista occidental. Sus primeras acciones estuvieron dirigidas a poner en suspenso el estado de derecho prevaleciente en Puerto Rico, con el pretexto de esa crisis fiscal, y bajo el amparo de una ley que derogó convenios y leyes laborales, retrocedió las conquistas laborales y las condiciones de empleo en el país, a la vez que decretó el despido de cerca de 40,000 empleados públicos. Simultáneamente orquestó, por vía legislativa, la eliminación de numerosas instituciones que articularon durante más de medio siglo la participación democrática en los asuntos del país como el Colegio de Abogados, a la vez que alteraban la constitución de otros instrumentos del poder para garantizar de ese modo el control directo e inmediato de los mismos. Entre estos, se destaca de manera prominente el Tribunal Supremo de Puerto Rico y la Universidad de Puerto Rico (UPR).
Como ya se conoce, el proyecto neoliberal alega que sus medidas son la “medicina amarga” que es necesaria para enfrentar una crisis que es falsa. Esas medicinas son en realidad un proyecto dirigido a la apropiación de la riqueza pública y el desmantelamiento del estado benefactor. El proyecto sabe que enfrentará protestas. Por eso opta con soberbia por una represión policiaca y un uso de violencia institucional que desarticulan el estado democrático, erosionan los derechos humanos y se aproxima al estado fascista. El gobierno se convierte de esta manera en una especie de enfermedad social autoinmune como la artritis reumatoide, el lupus o la esclerosis múltiple, pues el gobierno ataca y destruye el país propio.
En Puerto Rico, ese proyecto contempla la destrucción de la identidad nacional puertorriqueña enmascarada con la vestimenta de un estado “latino”, una especie de producto “transgénico” que no es ni puertorriqueño ni mexicano ni colombiano ni cubano. Súmele a eso el hecho de que hoy por hoy más de la mitad de la nación puertorriqueña vive en exilio, con lo que esa diáspora implica en términos de hibridez cultural. 113 años después de la invasión, Estados Unidos no ha celebrado en Puerto Rico un solo plebiscito, ni ha desarrollado nunca un proceso libre de autodeterminación.
2. Breviario cultural
A tono con el desarrollo histórico-social, antes esbozado, que transita desde la invasión de 1898, hasta la creación del régimen “autonómico” de 1952, y de allí al siglo XXI, la cultura y la literatura puertorriqueña ha tenido que vivir bajo un régimen de defensa propia. Hubo una generación del 98 puertorriqueña que se apropió de las conquistas del modernismo para desarraigarse de las formas caducas y arcaicas de la cultura española y mirarse en el espejo de una nacionalidad latinoamericana y caribeña ansiosa de modernidad. Los acicates de la vanguardia no tardaron en llegar en auxilio de esa cultura de resistencia. En ese tránsito al mundo del nuevo siglo se destacaron figuras como José de Diego, Luis Llorens Torres, Nemesio Canales y Clemente Soto Vélez.
La primera década, cenital, coincidió con el auge del nacionalismo político y lo encarnó la llamada “generación del treinta”. A esta generación perteneció Luis Palés Matos, mencionado al comienzo de estas líneas. Su misión histórica fue la elaboración y la pintura de un modelo de nacionalidad cultural de raíz hispánica, mas inserta, eventualmente, en las aguas mestizas de El Caribe negro. Al lado de Palés, un grupo extraordinario de autores en todos los géneros. Entre los poetas, Juan Antonio Corretjer, Julia de Burgos, Evaristo Rivera Chevremont. Un poco después Francisco Matos Paoli. En la novela, suceden a Manuel Zeno Gandía autores como Enrique Laguerre y José de Diego Padró. El ensayo dará figuras canónicas como Antonio S. Pedreira, Tomás Blanco, Concha Meléndez y Margot Arce de Vázquez. El cuento, a Emilio S. Belaval, Abelardo Díaz Alfaro, José Luis González. El teatro, figuras como René Marqués y Francisco Arriví. Muchas de estas figuras señeras, tomadas casi al azar de un inventario basto, dominaron la escena cultural puertorriqueña de gran parte del siglo pues se constituyeron en los maestros de muchas generaciones, ya fuera dentro de la Universidad de Puerto Rico –fundada en el 1903– o desde otras instituciones culturales.
El canon patricio fue subvertido con el crecimiento del marxismo y las proclamas de la revolución cubana. En los años sesenta, una nueva generación, imbuida de una militancia antiburguesa, cuestiona el canon nacionalista y relanza el trompo con su conciencia de clase. El país se había transformado violentamente. La pobreza y la anemia del mundo español fue suplantada por un sistema de haciendas dedicadas fundamentalmente al cultivo de la caña, abandonada a mediados de siglo por un afán industrializador y modernizante que convertirá un país ruralizado en uno urbanizado e industrializado, con el consiguiente desplazamiento poblacional. Ese tránsito que René Marqués inmortalizó con la imagen de “la carreta” y de los “soles truncos”, se extiende hacia el exilio y el crecimiento inaudito de la población puertorriqueña en comunidades, principalmente, de la costa este norteamericana. El cambio del mundo rural al urbano, y la posterior crisis social de ese mundo industrial, es la raíz que alimenta la nueva literatura. En ella había terreno fértil para la prédica marxista.
Los poetas del sesenta proponen una poesía “cargada de futuro”, según el decir del poeta español Gabriel Celaya, y auspician un debate cultural con el mundo canónico erigido por los autores del treinta que se adueñó, como dijimos antes de las instituciones culturales, ya fuera la universidad, el Instituto de Cultura Puertorriqueña o el Ateneo Puertorriqueño, a veces sobrecargada, en mi opinión, de mucha complacencia y occidentalismo. Al punto de vista social, colectivo, de los poetas del sesenta, y al afán de reivindicaciones nacionalistas y de clase, se le impuso un punto de vista más subjetivo, personal, y una demanda de libertades que subvertían la sociedad burguesa, militarizada, racista, machista. Al debate le siguió la propuesta de profesionalización del escritor que inundó el mundo contemporáneo. De allí, pasamos a las propuestas impuestas por los profundos cambios sociales y tecnológicos que han revolucionado nuestra manera de interactuar y de ver el mundo. En muchas partes se ha hablado de una posmodernidad que desplaza sus acentos a lo periférico, a un sujeto colocado como observador crítico o irónico al margen de los eventos, desarraigado de la hecatombe.
Un ex gobernador de los noventas, declaró en una entrevista, recién electo, que su libro favorito era “Animal farm”. El actual gobernador bien podría decir que su autor puertorriqueño preferido es Paulo Coelho. De modo que, aunque sea indefectiblemente Puerto Rico un proyecto de estado “latino” acosado por las enfermedades autoinmunes y autodestructivas de un regimen colonial y neoliberal, bien podría decirse también que aún prevalece aquella definición funesta que articularon nuestros próceres en el siglo XIX: Puerto Rico es “el cadáver de un país que no ha nacido”.
Marcos
Reyes Dávila
¡Albizu seas!
agosto de 2011
* Publicado en Blanco Móvil (México, 2011, Núm. 119.)
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