jueves, 7 de abril de 2011

A propósito de "El sueño del celta"



A propósito de El sueño del celta.

Mario Vargas Llosa:
la pesadilla de los imperios   



El chileno Luis Sepúlveda tiene un espléndido ensayo publicado me parece
que en Historias marginales, titulado “Tras las huellas de Fitzgerraldo” en el que describe las maravillas de las selvas amazónicas de “Manú”. Se le olvidó a Sepúlveda aludir a la explotación indígena que aún más adentro del continente –puesto que se llegaba a la zona a través de Brasil–, cerca del Putumayo, al norte de Iquitos (Perú) y colindante hoy con Colombia, hizo famosa el informe de un irlandés, comisionado por el gobierno inglés para investigar las denuncias de atrocidades cometidas en la zona. Hablamos de la historia de uno de los héroes de la independencia de Irlanda: Roger Casement.

La extraordinaria aportación de Roger Casement (1864-1916) al desarrollo de la humanidad cumple cien años, pues los hechos más extraordinarios de su vida se desarrollaron a comienzos del siglo XX y culminaron con su muerte ocurrida a mitad de la Primera Guerra Mundial y antes de la Revolución Rusa. Se diría que la otorgación del Premio Nóbel de Literatura 2010 de alguna manera reivindica y premia la gestión histórica de Casement a través de Mario Vargas Llosa, pues el premio coincidió con la publicación de su última novela, El sueño del celta, que narra precisamente la historia de su vida.

Vargas Llosa no se encuentra en el altar de mis devociones desde hace muchas décadas, y con muy pocas excepciones, como La fiesta del Chivo, evito irritarme con sus posiciones ultraconservadoras y neoliberales. Además, aún como narrador lo encuentro defectuoso. Pero al saber que esta novela trataba sobre la explotación europea del Congo, particularmente por los belgas, me interesó la lectura. Para mi sorpresa, el libro desbordó mis expectativas, pues otras dos líneas de desarrollo resultaron ser, para mí, aún más fascinantes. Me refiero a las posteriores denuncias que hizo Casement de las atrocidades cometidas en la jurisdicción peruana del Putumayo contra los indios amazónicos, y la manera como Casement se va involucrando trágicamente en la lucha contra el colonialismo inglés de su tierra natal: Irlanda.

Inicialmente, deja qué desear la habilidad narrativa de Vargas Llosa. Al final, sin embargo, sacude la historia, quizás porque se sobrepone el autor, quizás porque sobrecoge esta historia que ficcionaliza la biografía de una figura histórica. Narrada en contrapunto, desde un tiempo presente próxima ya al desenlace, Vargas Llosa hace retrospecciones progresivas a lo largo de la vida de Casement.

La primera parada de importancia es la aventura del Congo a donde llega movido por un afán de aventuras a fines del siglo XIX y donde vivirá por varias décadas. Lo suficiente para constatar cómo cambia un mundo paradisiaco una vez comienza la colonización y explotación del Congo, y cómo las alegadas buenas intenciones revelan poco a poco el rostro oculto tras la máscara de una crueldad desgarradora. Las revelaciones dejan al lector francamente atónito.

La segunda parada de importancia, más extensa que la primera, ocurre en el Putumayo peruano. Vargas Llosa, siguiendo los informes pormenorizados de Casement que, según entiendo, se han reeditado recientemente, describe minuciosamente la explotación alucinadamente cruel de los indios huitotos, ocaimas, muinanes, nonuyas, andoques, rezígaros y boras. Describe también la reacción de los gobiernos, tantos los europeos como los americanos, la participación de la Iglesia Católica, los intentos frustrados por hacer justicia en un mundo remoto e inaccesible, gobernado por las fieras. Nunca como ahora he comprendido eso que en la historia de la literatura hispanoamericana se conoce como la vorágine de la naturaleza.

Para sorpresa nuestra, y quizás del propio Vargas Llosa, lo vemos haciéndose eco de las conclusiones de Casement:

“la verdadera razón de la presencia de los europeos en el África no era ayudar al africano a salir del paganismo y la barbarie, sino explotarlo con una codicia que no conocía límites para el abuso y la crueldad” (345).

En otra parte, observa:
“No debemos permitir que la colonización llegue a castrar el espíritu de los irlandeses como ha castrado el de los indígenas de la Amazonía” (247). 

“Los irlandeses somos como los huitotos, los boras, los andoques y los muinanes del Putumayo. Colonizados, explotados y condenados a serlo siempre si seguimos confiando en las leyes, las instituciones y los Gobiernos de Inglaterra, para alcanzar la libertad. Nunca nos la darán. ¿Por qué lo haría el Imperio que nos coloniza si no siente una presión irresistible que lo obligue a hacerlo? Esa presión sólo puede venir de las armas.” (239)

Estas conclusiones, parte del nacionalista “sueño del celta”, convierten la novela de Vargas Llosa en una lección que va mucho más allá de la terrible naturaleza humana, y que incide, del mismo modo en que incidió en Casement, en el laberinto angustioso de nuestra condición colonial.

Casement fue un hombre que logró alcanzar una inmensa notoriedad en su tiempo, nombrado caballero por el rey de Inglaterra y llamado por presidentes para consultas, incluyendo, el de Estados Unidos. No obstante, puso en juego todo el prestigio alcanzado para exponer finalmente su cuello en defensa de la libertad de su propio pueblo, tal como antes se expuso en defensa de los pueblos del centro de África y del Amazonas. Quedó atrapado en las redes laberínticas de la Primera Guerra Mundial.

Vargas Llosa concluye que, a pesar del desenlace fatal de su vida, y de la propaganda que desvirtuó y enlodó, utilizando para ello las confesiones de sus fantasías sexuales, la imagen antes encumbrada por la propia corona británica, Casement fue “uno de los grandes luchadores anticolonialistas y defensores de los derechos humanos y de las culturas indígenas de su tiempo y un sacrificado combatiente por la emancipación de Irlanda” (449).

Urge recordar estas lecciones de imperialismo ahora que destrozamos a bombazos otra vez los pueblos de África, esta vez, en pos del petróleo, ya no del caucho. Urge recordar sus lecciones en Puerto Rico, último pueblo irredento de las Américas. Urge que lo recuerden los pueblos no imperialistas del mundo.

Las fuerzas imperialistas siguen acechando el mundo entero.
 
                        Marcos 
Reyes 
Dávila

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