lunes, 29 de mayo de 2017

"El tren de Lenin" de Merridale


RESEÑA


“El tren de Lenin” 
de Catherine Merridale


U
no de los episodios sobreseídos (cesar, poner fin, ignorar), o apenas concurrido en las biografías, lo es el tránsito de Lenin en la primavera de 1917 de Suiza a Rusia, pasando por Alemania, en un tren “sellado”. Ese episodio es precisamente la médula nutricia del libro de Catherine Merridale, miembro de la Academia Británica de historia, titulado, precisamente, “El tren de Lenin. Los orígenes de la revolución rusa”. (Barcelona, Crítica, 2017, 349 págs.)
    El libro es el último
producto de intensas y prolongadas investigaciones de la autora en torno a la Rusia soviética. En esta ocasión, y bajo la sombrilla inmensa de la turbulenta historia del país cuyos ramalazos ubica ella entre la Rusia zarista y la Rusia actual de Putin, sin dejar esquinado el Centenario de la Revolución Rusa que se conmemora este año, Merridale concentra su mirada en las asombrosas peripecias de ese tránsito que ubicó a Lenin en esa primavera de 1917, y que hizo posible el acontecimiento más importante del siglo XX y una de las revoluciones más dramáticas y trascendentales de la historia de la humanidad. Con este libro la autora pretende rescatar del olvido la figura sombreada en este centenario de su gestor fundamental.
    Narrado en once capítulos, armado con una muy amplia bibliografía erudita, una investigación minuciosa que incluso la llevó a reproducir todo el temible trayecto, un índice analítico, ilustraciones y dos mapas ( uno con la ruta del tren desde Zurich a Petrogrado, que pasó por Francfort, Berlín, Malmo, al sur de Suecia, Estocolmo, Haparanda y Tornio ya en el Círculo Ártico; el otro mapa detalla las localizaciones del Petrogrado de 1917),  Merridale nos lleva de la mano en ese tren, con una minuciosidad extraordinaria, a vivir la complejidad y trascendencia de esa aventura. El lector contempla todo como lo haría un espectador en una narración fílmica.
    La autora repasa la ruta, las condiciones topográficas y climáticas, las poblaciones, la estructura socioecómica, la importancia estratégica para cada una de las potencias en guerra. Detalla y analiza, además, la red de intrigas de las potencias en guerra y el balance de fuerzas desde marzo de 1916. Los principales actores de los acontecimientos estaban ya presentes, de modo que  Merridale estudia los conflictos, alianzas y puntapiés recíprocos. Examina asimismo la mudante, compleja y conflictiva relación de fuerzas políticas entre los aliados franceses, británicos y rusos, y los alemanes. La autora destaca la participación de actores como Parvus (Helphand), oscilante mediador entre alemanes y revolucionarios rusos, que jugó un papel fundamental en el tránsito de Lenin por territorio alemán. También se detiene de manera enfática en actores como Gorki, Trotski, Stalin, Kámenev, Zonóviev, Kerenski, el príncipe Lvov, Tsereteli, Radek, Plekhanov, Miliukov, Buchanan, Samuel Hoare y Zimmerwald. Como es de esperar, una multitud pasa por las páginas.
    Merridale examina también, aparte de la coyuntura política oficial y la encubierta, cómo inciden los aspectos materiales económicos, del mercado, en un conflicto cuya naturaleza fundamental es la lucha por prevalecer en ellos. De ahí que una parte de los tratados entre los aliados se refiriera a repartir  anexiones y regiones de hegemonía. Su mirada va desde Estados Unidos a Japón, pasando por el Mediterráneo, Egipto, y Turquía, entre otros.
    Algunos aspectos de la historia llaman nuestra atención. Así, por ejemplo, la afirmación de que “la revolución comenzó” inesperadamente con “la fiesta del Día Internacional de la Mujer” (111); que la abdicación del zar el 2 de marzo significó el paso a una república; que lo del tren sellado era tanto una medida cautelar de Lenin para prevenir que se le acusara de recibir ayuda de los alemanes y prevenir una acusación por traición, pero que también le era útil al kaiser alemán para evitar que Lenin insuflara ánimos revolucionarios a su paso; que el ejército ruso contaba con más de siete millones de hombres; que el llamado a la paz de Lenin era un arma para los alemanes, de modo que los aliados, británicos y franceses, lo veían con alarma y el gobierno ruso lo interpretaba como una traición para un país que estaba en guerra; que Lenin le exigió al gobierno alemán que los vagones del tren usados por los rusos tuvieran el “estatus de entidad extraterritorial”, de modo que ningún pasajero podía ser obligado a bajar del tren (149); que aunque numerosos bolcheviques se oponían a continuar la guerra imperialista, el liderato bolchevique en Rusia –entiéndase Stalin y Kámenev– defendía en Pravda continuar la guerra nacionalista, y se dio el lujo de censurar escritos de Lenin. Llama además nuestra atención la descripción del horrible paso sufrido por el círculo polar ártico; las humillaciones en algunos pasos de aduana en Suecia y Finlandia que los obligaban a registrarlos desnudos; y, finalmente, la llegada del tren a Petrogrado, con el recibimiento apoteósico, y el balde de agua fría que traían los mensajes de Lenin para los revolucionarios rusos.
    El fin  del capítulo ocho y casi todo el capítulo nueve, lo dedica la autora a describir ese recibimiento y esos discursos. El recibimiento fue “espectacular”. A pesar de que Lenin notificó a sus hermanas poco antes la hora de su llegada, de que la estación del tren se hallaba a 40 kilómetros de distancia, y a pesar de ser un día de fiesta en el que no circulaba Pravda, una inmensa multitud con banda militar, flores, un mar de banderas rojas, reflectores –era casi media noche lo aguardaba. Lenin, preso de uforia, besó a todo el mundo, y lo trasportaron en hombros a salones y banquetes. Allí estaba gran parte del liderato político ruso.

    Desde su llegada a Finlandia, Lenin salía a ofrecerles discursos a las muchedumbres que lo esperaban en cada parada. Sus palabras fueron las mismas que pronunció en Petrogrado y que cayeron sobre todos como un balde de agua fría: no continuar con la guerra imperialista; no cooperación con el gobierno provisional; hacer una lucha de clases, y tomar el poder para imponer la dictadura del proletariado. Tras ellas, las aclamaciones fueron silenciándose.  Incluso su esposa Krúpskaya pensó que Lenin se había vuelto loco (230). Mas Lenin, imperturbable, señaló que sus camaradas tenían una actitud confiada hacia el gobierno. “Si esto es así –concluyó–, nuestro caminos difieren. Prefiero quedarme en minoría”.
    Como es sabido, Lenin tuvo que reconquistar lentamente la confianza del comité central bolchevique. Con absoluta convicción sostuvo que la burguesía nunca seria una fuerza revolucionaria; que la burguesía se enriquecía financiera e industrialmente –igual que hoy– con la guerra, mientras arruinaba y agotaba las fuerzas del proletariado y campesinado.
    La yuxtaposición de fuerzas era muy compleja. Albert Thomas, político francés que llegó a Petrogrado en esos días, anotó lo siguiente:
    “Las manifestaciones ... son como procesiones religiosas. La gente congregada es amable, se muestra tranquila y ordenada. Las voces son puras. En la Perspectiva Nevsky, una procesión de prisioneros (de guerra) reparte octavillas solicitando el fin de la guerra contra los alemanes. En la plaza situada ante el Palacio de Invierno, el gentío es enome. Una multitud de monjas, todas vestidas de blanco, se han reunido en los balcones del palacio. Por el puente rojo ... pasa una procesión inmensa: está formada por los grupos más heterogéneos: grupos revolucionarios, grupos de aldeanos de los alrededores de Petrogrado, grupos de profesores y estudiantes del Jardín Botánico, con grandes palmas en la mano y grandes guirnaldas adornadas de cruces hechas de siemprevivas. Las pancartas proclaman el acuerdo entre la ciencia libre y el pueblo libre. Grupos de gentes del Turquestán, musulmanes, con pancartas que proclaman la libertad de conciencia, la libertad de religión, la libertad de escribir en cualquier lengua. Por todas partes se oye La Marsellesa, a ritmo lento. La Plaza del Campo de Marte está atestada por doquier de banderas rojas”... (238)
    A estas líneas le sigue un capítulo donde la autora narra y analiza el episodio en el que el gobierno, acorralado por la revolución que se yergue, ataca a Lenin acusándolo de traición como agente alemán. El 10 de julio Lenin se vio obligado a huir a Finlandia hasta principios de octubre, cuando regresa a Petrogrado disfrazado. El resto de la historia es conocida.  
      En los capítulos 11 y 12 Merridale hace el balance de esta formidable gesta.  La autora no entra a detallar cómo se produjo la toma del poder en octubre, pero sí a evaluar sus consecuencias, así como a reflexionar sobre la participación de todos los actores, de todas las potencias, de todos los sectores, de la guerra y de la revolución, y del destino final de todos ellos, hasta la presente era de Putin. La atención principal de estas reflexiones finales se centran, como es de esperar, en la sucesión de Lenin, el desplazamiento de la dictadura del proletariado a la dictadura personal de Stalin que desorientó y desangró la naturaleza revolucionaria de la gesta de 1917 y el ocultamiento de Lenin en las conmemoraciones del centenario de la Revolución Rusa . No empece este libro se escribe a propósito de ese centenario, y a restacar la marginada presencia en ella de su protagonista y principal gestor, Lenin.
    Cada capítulo tiene su epígrafe, muchos interesantes. En la introducción Merridale toma una frase de Krúpskaya que nos alecciona a decirle siempre la verdad a las masas sin temor a que las ahuyente. En el capítulo primero, ya de Lenin, como las siguientes, el epígrafe señala que un puñado de banqueros hace una fortuna con la guerra. El tercero, observa que es más difícil de sobrellevar las traiciones de los correligionarios que los horrores de la guerra. El capítulo cuarto reflexiona que aunque las condiciones de la democracia burguesa y de las reformas no deben ocupar sino una parte pequeña, la revolución debe ocupar nuestro tiempo mayor. El quinto, que no hay que buscar dignidad humana en el capitalismo. El séptimo, que aceptar una cosa en “principio”, significa rechazarlo. El onceavo: “Los jacobinos del siglo XX no llevarían a la guillotina a los capitalistas: seguir un buen ejemplo no significa copiarlo.”
    Nuestro olvido del Centenario de la Revolución Rusa, en mi opinión el
acontecimiento más importante del siglo XX, tal como lo fueron las revoluciones burguesas para el siglo XVIII, así como también el olvido de Lenin en cuanto su principal artífice, y por lo tanto, la figura política de mayor calibre del siglo, es imperdonable en tiempos en que arrecia con furor aplastante por gran parte del planeta el imperialismo “neoliberal”, saqueándolo, bombardeándolo, sometiéndolo.
    Acosados hoy por la aplanadora neoliberal del imperialismo que sojuzga Puerto Rico, así como también lo hace con amplias naciones del mundo, Lenin, y la revolución rusa, bien pudieran ser un punto de referencia obligado al que no deberíamos olvidar.




Marcos Reyes Dávila
¡Albizu seas!



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