viernes, 15 de enero de 2016

Un enigma en la biografía de Hostos


Un enigma 
en la biografía de HOSTOS:
el héroe de los tiempos que no han sido

 
 

Este once enero, cuando me preparaba para asistir a la develación del busto y la plaza de Eugenio María de Hostos ubicada en la Universidad de Puerto Rico en Humacao (UPRH), me sentía ungido por el “espíritu del once de enero” del que escribí hace unos días. Súbitamente germinó en mi mente una nueva mirada. Me refiero a la manera de abordar o de enfocar uno de los enigmas, cruciales para mí, de la vida del mayagüezano.   
    Los enigmas y las lagunas abundan en la biografía de Hostos. Las producen, entre otros factores, el carácter incompleto que tiene la recopilación de la obra de Hostos, mutilada tras la supresión del Instituto de Estudios Hostosianos en UPR-Río Piedras hace unos años,  y esa dificultad de comprender al genio que padecemos los que no lo somos, que somos tantos. (Sobre esto último, me refiero a eso que se le ha achacado al autor de “Las conversaciones con Goethe”, Eckermann.) De ahí que escribir la biografía de Hostos sea una aventura y un riesgo inmensos que pocos han intentado. Dos de ellos (Pedreira y Bosch) alrededor del año del centenario, cuando se recopilaban sus textos. Otro, muchos años más tarde: Carlos Noriega. Aún así, con la aventura y con riesgo, me quisiera intentar escribir otra biografía tan pronto me retire de la UPR-Humacao, lo que será muy pronto.
    El enigma al que me refiero al inicio de estas letras es solo mío. Así me ocurrió antes con otros enigmas. Por ejemplo, con aquella afirmación que era tópico común, es decir, repetido a la saciedad y nunca cuestionado, sobre la alegada “renuncia de Hostos a la literatura” que propagó Adelaida Lugo con su tesis doctoral. No me resultaba compatible esa afirmación al observar los 21 volúmenes de las obras (in)completas. Fue Alfonso Reyes, a través de Retamar, quienes me hicieron comprender el carácter fundamentalmente ancilar de la literatura hispanoamericana, concepto crucial para comprender a su vez la naturaleza ancilar, pero no menos literaria de gran parte de la obra escrita de Hostos. Después pude ver que esa ancilaridad no era una novedad ni una característica intrínseca o crónica de nuestra literatura, sino una que ha estado presente en muchas otras literaturas y en muy diversos tiempos. En el caso de Hostos es muy claro su aprecio por el arte y la literatura. Ahí está su “Hamlet”. Lo que ocurría es que Hostos consideraba un deber ineludible, sobre todo en países coloniales, la creación literaria dentro de los parámetros de la demanda y el ejercicio de la libertad. Imperativamente, había que construir países; había que construir patrias.
    Como me ocurrió con la supuesta renuncia a la literatura, me ocurrió, análogamente, con la afirmación recurrente del alegado “reformismo” del “joven Hostos”, revolucionario sin duda, en su etapa española, si tanto se habla de la Revolución Francesa, por ejemplo, por implicar un cambio de régimen, de la monarquía aristocrática por una parte, al republicanismo burgués subsiguiente.
    En esa lista de desavenencias podría también incluir muchos otros fenómenos. Por ejemplo, el alegado visto bueno de Hostos a la anexión a Estados Unidos ; o la deuda de Martí a Hostos en cuanto este anticipó a Martí en su descripción de lo que es Nuestra América; o el hecho mismo de que Martí leía y sabía de Hostos desde los 16 años, pues lo publicó en “La Patria Libre” en 1869, y aquí nadie lo mencionaba ni consideraba en las comparaciones entre uno y otro; o la conciencia de la supervivencia de la colonia en los países independientes de nuestra América; o la idea de que la libertad es mayor que la independencia, y de que aquella le sigue a esta; o la presencia central de la necesidad de la unidad antillana desde 1863, con “La peregrinación de Bayoán; o la presencia, en el joven Hostos, del convencimiento de la igualdad de los sexos, según se muestra en “La tela de araña”; o la defensa de la revolución e independencia de la República Dominicana oculta con un truco en “La peregrinación de Bayoán”, y tantos otros fenómenos de su predicar peregrino.    
    Todos los estudiosos de Hostos han repetido también, a la saciedad, la idea de que Hostos murió de “asfixia moral” ante la violencia que retornaba a la República Dominicana, país amado, y parte del cuerpo de la patria antillana que fue el centro gravitatorio de su pensamiento. En otras palabras, mas con ese sentido, lo expresó en las honras fúnebres Max Henríquez Ureña, pero fue Pedro Henríquez Ureña quien acuñó la frase.
    La frase tiene base sólida. En la última entrada de su célebre “Diario”, la del seis de agosto (Hostos murió el once), el mayagüezano se desdobla y habla con su propia sombra sobre “el fastidio de la vida”, e, incluso, menciona el “suicidio”. Bosch, tras referir la anécdota sobre ese Sócrates del que escribe Hostos en esas últimas páginas –el que bebió la cicuta, observa Bosch–, vincula su muerte con el fallido empeño de su vida, es decir, esa construcción de la libertad de las Antillas por la que tanto se afanó. Sin duda es un acierto del dominicano. Mas nada de esto hace impugnable la idea en aquel que aborreció su vida y deseo morirse al conocer del fin de la guerra de Cuba en el 1878.
    Desde principios de los años ochenta, desde que escribí el poema en seis partes “En la tumba de Eugenio María de Hostos” (publicado en 1984), y el discurso que leí ante su busto en el Recinto de Río Piedras el once de enero de 1986, “Hostos: las manos y la luz”, me disgusta esa interpretación de la muerte de Hostos, que he repetido muchas veces, porque no se ajusta a mi mirada del hombre que a lo largo de 64 años batalló incansablemente con numerosos enemigos, de diferentes formas, y reinventando su lucha una y otra vez.
    Se enfrentó a la monarquía española con ideas republicanas y federalistas desde la propaganda y las novelas; se enfrentó a los liberales españoles antimonárquicos para defender la libertad de las Antillas con discursos y francos aspavientos; se enfrentó al totalitarismo de los gobernantes españoles en las tres Antillas con las armas de la insurrección y el ardor de la batalla, organizando emigrados, desde la tribuna y con esa tenacidad con la que en la República Dominicana fundaba al otro día un diario con nuevo nombre cuando le cerraban otro; denunció la corrupción en Lima, y defendió a los cholos, y a los incas y los chinos; defendió la imparcialidad del futuro canal de Panamá, todavía sueño; defendió la mujer, la cultura y el derecho en Chile; defendió en Argentina la integración de la América Latina, al gaucho, al inmigrante, y destacó el beneficio de la integración suramericana través de ferrocarriles y de la creación mercado común que le permitiera a Nuestra América defenderse de los imperialismos que la acosaban,  y por Cuba se manifestó en las calles contra el mismo presidente Sarmiento; defendió a los negros esclavizados de Brasil; el derecho al conocimiento, la educación y la libertad en Venezuela y en todas partes; abogó por la creación de confederaciones y la unidad de toda la América nuestra.
    En Dominicana y en Chile utilizó la educación para crear el ejército de auxiliares que necesitaba para cambiar el rumbo de un continente amordazado aún por la herencia colonial. Regresó a Puerto Rico tras la invasión norteamericana para abogar por nuestra autodeterminación con las armas del derecho e instigando la sociedad civil. Regresó a la República Dominicana para reemprender y terminar su obra de libertad. Creó los fundamentos del saber, la teoría y la práctica de una variedad grande de disciplinas. También luchó incansablemente, toda su vida, consigo mismo, en busca del “hombre completo” que anheló ser y forjar en sus discípulos.
    De acuerdo con sus propias palabras, “quiso serlo todo a un mismo tiempo”: “sentir y pensar y querer en Colombia, en Perú, en Chile, en Argentina, como sintiera y pensara y quisiera el mejor de sus patriotas”. “Antillano por la América latina, latinoamericano por las Antillas (...), y además, ecuatoriano con los expatriados del Ecuador, boliviano con los patriotas perseguidos, paraguayo con el pueblo aniquilado”. “Indio con el indio maltratado,; chino con el chino esclavizado del Perú; huaso y roto con el roto y huaso que diezmaban las enfermedades de la Oroya; gaucho con el gaucho argentino mal apreciado...” Tan inmensa inmensa era su abnegación revolucionaria, que no dejó de trasladarse “mentalmente” a la época de la conquista en cualquier parte de América, para sentirse ¡“Bayoán, Caonabo. Hatuey, Guatimozón, Atahualpa, Colocolo”!             
    La peregrinación de Hostos no es, según vemos, la mera novela de un deicida. Es, además, ineludible y fatalmente la encarnación del mito de Sísifo. La epifanía de aquel condenado eternamente a subir una roca por una ladera empinada que volvía a caer, para volver a subirla una y otra vez. Los batallas, como se ve, se desarrollaron en áreas muy disímiles, como los enemigos que enfrentó: desde el imperio español en las Antillas, hasta el imperio americano que desataba su minotauro.
    Un detalle me salta a la vista: la continua mudanza de escenarios, la búsqueda incesante de modos de adelantar el deber de los deberes. “Serlo todo a un mismo tiempo.” Cada mudanza fija un cambio de rumbo. Cada mudanza ata un embarco con un desembarco.
    ¿Por qué se fue Hostos de España? Porque no pudo luchar dentro de ella
contra el imperio español. ¿Por qué se fue de Venezuela, país donde conoció a su amada Belinda? Porque un dictador quiso imponerle condiciones. ¿Por qué abandonó la  organización de la emigración antillana en Nueva York? Porque en ella dominaban los independentistas anexionistas. ¿Por qué abandona sus intentos con la lucha armada? Porque termina la guerra en Cuba y la posibilidad de adelantar esa lucha. ¿Por qué se retira en 1888 de la República Dominicana donde fundaba escuelas sin precedentes? Porque otro dictador le impidió continuar la tarea. ¿Por qué abandona la reforma educativa en Chile donde era rector de un liceo y profesor de Derecho en la Universidad de Santiago? Porque le fue más importante, le urgía sin poder contenerlo, intervenir en el destino de su patria natal tras la ocupación norteamericana. ¿Por qué abandona nuevamente a Puerto Rico? Porque no consiguió despertar el deseo de libertad en nuestro pueblo. ¿Por qué muere en la República Dominicana cuyo pueblo tanto lo quiso? A eso vamos.
    Ya se ha observado que la vida de Hostos parece haber estado predestinada desde que escribió “La peregrinación de Bayoán”. Que esa novela no solo contiene sus ideas revolucionarias –el germen iluminado de la libertad y la confederación de las Antillas–, sino que predice su vida. Y, en efecto, eso fue su vida: el pregón peregrino, la peregrinación de un deicida que perseguía incansablemente una utopía de redenciones humanas. Un continuo y necesario exilio en busca de una nueva y diferente forma de lucha, adecuándolas según el enemigo, el escenario y la época. Esa es la razón por la que varios estudiosos de la obra de Hostos han visto, en la vida que se forjó, su mayor obra.
    Pero es perentorio establecer que Hostos fue quizás, antes que nada, un espíritu creador y forjador. Ante la infinita pampa argentina lo conmovió la idea de que nacer americano era “recibir al nacer una beneficio” porque significaba la oportunidad de crear un mundo. Esa fue su actitud ante la vida, sin desvíos ni pausas. Así vivió: fundando y creando por doquier y en todo. Esta es una de las razones que explica algo que comprenden pocos: que Hostos se niegue en ocasiones a mirar o sentir a Puerto Rico como su patria. Y es que en Puerto Rico la colonia le veda la oportunidad de forjar vida y de vivir en libertad. (¿No es eso lo que le ocurrió a Betances?) En ese sentido Hostos puede sentir y entender a la República Dominicana como su patria, pues allí está fundando. Y su accionar incesante por toda América Latina le permite sentirla bolivarianamente como su patria grande. Es en este sentido que pudo decir a su paso por Brasil, respondiendo en la aduana, que no tenía patria: que estaba creándola. Y por eso mismo no quiso ser enterrado en Puerto Rico, mientras no fuera libre.
    Entonces, cuando se habla de la “asfixia moral” como la causa de su muerte, pienso, siento y creo que se enfoca el hecho por el lado negativo. Esa asfixia de la que se habla me huele a derrota, me apesta a tirar la toalla, a rendimiento. Yo no creo, nunca he creído, no lo he visto, a ese alegado Hostos que se rinde. Su muerte, por el contrario, la veo mejor, por el otro lado de la moneda, como el exilio de quien comprende que sus aspiraciones no tienen posibilidad de adelanto en el término de su vida, tal como le ocurrió a Alonso Quijano. Es el exilio de aquel que nos aconsejó ser pacientes y ardientes, porque lo importante –“el fin”– no es, según lo expresó claramente en su “Plácido”, disfrutar del día de la victoria, sino “contribuir” a que llegue el día. ¿Contribuyó Hostos? ¡Válgame que sí! ¡Y cuánto! Y en tantos frentes, con tanta obra, con un aliento e impulso que nunca acaba.
    La “sombra” que se cierne sobre él poco antes de su muerte solo da testimonio de su profundo amor luminoso por el pueblo dominicano. Pues solo un amor muy grande puede causar una angustia tan grande. Por eso, en agosto de 1903, Hostos debió recordar, agobiado por la violencia que estallaba en su país, aquella “lúgubre profecía” que por carta intercambió con su padre muchos años atrás.  Su padre le escribió con respecto a la agonía ardiente de su hijo aun joven lo siguiente:
        “Hijo, amaneciste muy temprano”.
En esas palabras Hostos se percató de que, en efecto, “cuanto más llego a donde debo, más temprano llego”. El huracán que azotaba, literal y metafóricamente a la República Dominicana justo en ese momento, bien pudo inclinarlo a recordar en el lecho donde yace estas viejas palabras suyas:
    “Héroe de los tiempos que no han sido, llegué a la revolución de las Antillas en 1863, cuando nadie se acordaba de ellas: llegué muy temprano. Héroe de los tiempos que no serán jamás, llegué aquí (Nueva York) en 1869 a buscar revolucionarios que no había...”
    Quizás la muerte de Hostos nunca debió ser objeto de esa impresionante “ofrenda lírica” que le ofreció doliente el pueblo dominicano. El Simposio que celebramos en Humacao con motivo del centenario de su muerte lo realizamos para “el Hostos vivo”, ese que es germen y semilla, que brota manantial y alecciona, ese que indica nuestro punto de partida y señala la ruta. Justamente por eso, entregamos la “Medalla de la Solidaridad Eugenio María de Hostos” al sufrido y luchador pueblo de Vieques. Y es que la muerte de Hostos se proyecta al porvenir. Es decir, a “los tiempos que no han sido”. La muerte de Hostos puede concebirse, y así debemos, como un nuevo exilio, pero esta vez hacia el porvenir, repito, hacia los hijos de estos suelos, de esa augusta herencia. Al morir, según lo siento y lo entiendo, Hostos destelló como la epifanía mencionada: la certidumbre de que se había convertido en el héroe de los tiempos que no han sido.

                                                     

Marcos Reyes Dávila, 
                                                         enero de 2016.
                                                          ¡Albizu seas!

No hay comentarios:

Related Posts with Thumbnails