La popmodernidad travestí
del fin de siglo*
Marcos Reyes Dávila
Introducción
Digamos de entrada que tanto aquí como en mi país llegó de una misma manera la oleada de la posmodernidad como si se pretendiera un ismo universal, o como decimos hoy con más frecuencia: un ismo globalizado. Desde las páginas de EXÉGESIS, hemos recibido con ojos críticos, muy críticos, sus alardes. Sin embargo, a pesar de sus pretensiones, este posmodernismo se ha presentado en cada lugar con modalidades diferentes y con diferentes consecuencias, según inocule con su virus los diferentes espacios y discursos. Me
refiero a que el posmodernismo tiene un aspecto estético tanto como uno filosófico y político, y entre todos busca con denuedo descarrilar las disciplinas históricas. Pero veamos cómo entendemos nosotros esto de la posmodernidad.
Un poco de historia y filosofía
Quisiera decir, en primer lugar, que titulé estas líneas “La popmodernidad travestí del fin de siglo” porque quería evidenciar así, desde el principio, que no pretendo asumir una posición imparcial objetiva –que nunca existe, aunque a veces la pretendamos–, sino una posición que desde hace mucho ha introyectado el compromiso de combatirla. Además, el título desea expresar la confianza de que la posmodernidad haya visto ya su clímax y, entrada en su agosto con el nuevo siglo, estemos asistiendo a sus últimas llamaradas.
Pero, ¿por qué “popmodernidad”? Bueno, como sabemos, el arte pop se distingue por la manera como echa raíces y refracta esa iconografía propia de los medios de comunicación, sobre todo la de la televisión, la de la fotografía, de los comics, del cine y de la publicidad. Ya le llamemos, pues, pop o posmoderna, se trata de una ideología que igual le extrae la sangre de la vida a la realidad que alienta y desfallece, mientras le inyecta en sustitución un agua de color que no sabe de sueños. Si aceptamos que las ideologías siempre tienen deudas de interés, a nuestro juicio esta ideología de la publicidad pop es uno de los grandes peligros que se cierne sobre todos nosotros. Al referirme a la posmodernidad como la ideología de la publicidad quiero categorizar la manera como está inyectada en y por los medios de comunicación para modificar la opinión pública, para modificar nuestra percepción de los eventos de la historia que vivimos y nuestra reacción a los mismos. El lenguaje de la publicidad ha sustituido en el lector común la perspectiva de la verdad científica y se ha constituido en el modelo y el núcleo de los discursos oficiales.
La publicidad, hija natural de la industria de la conciencia, prima hermana de la educación, alcanzó a principios de siglo preeminencia y prioridad en Occidente por su potencial ilimitado de dominación inadvertida, por lo tanto sin resistencia, por lo tanto de una penetración y efectividad sin precedentes. Gracias a los satélites, todo el mundo puede contemplar simultáneamente el concurso de Miss Universo o accesar los espacios infinitos de la realidad virtual. Tan amplios y ambiciosos son estos sistemas que muchos comunicólogos han advertido sobre el desarrollo y la aplicación mundial de las técnicas audiovisuales dentro de un patrón difundido de cultura dirigida a los propósitos de crear a nivel mundial el punto de vista único. Saramago, ese ingenioso escritor portugués Premio Nóbel de Literatura, lo ha descrito con ironía hace poco como el grado cero del pensamiento, y con ello es desde ya pertinente al tema de la posmodernidad el epígrafe de esrte trabajo. La globalización ha sido y es una palabra bonita para encubrir ese control cada vez más centralizado, en compañías cada vez más grandes y poderosas, de las actividades de toda naturaleza distribuidas por toda la superficie de nuestro mundo. El control total de la información que se difunde a través de la centralización de los sistemas de información que atraen como imán a los sistemas sucedáneos a través de la continua innovación técnica, ha culminado en una reoccidentalización del mundo que aplasta las culturas nacionales, los intereses nacionales, los puntos de vista nacionales. Se trata de un proceso desnacionalizador so color de universalizador; norteamericanizador so color de posmodernización; un proceso que promueve, en palabras martianas, la vergüenza de nosotros mismos so color de una supuesta superioridad cultural, y que, además, promueve una reconceptualización de la realidad a través de su enmascaramiento en una especie de travestí. Así sustituye, por ejemplo, la explotación laboral por la mala suerte; el despojo y el saqueo por el dolor del valle de lágrimas; la necesidad de la paz que se establece a través de la destrucción de pueblos; la visión maniquea de santos americanos y demonios iraquíes, por ejemplo; y esa criminalización de las oposiciones políticas que conocemos tan bien y tan de cerca. En el campo del mercado, hemos visto corroerse la predicación que define las cosas por su utilidad y propósito, es decir, por la manera como el objeto incide en nuestra realidad, para ver encumbrarse el diseño, el diseño muy por encima de la función. Y no hablo sólo de radios, cámaras, los tenis y las velas, sino de cestos de basura, matamoscas, deslumbrantes martillos y taladros, y hasta tablas de planchar.
El éxito desmedido de la televisión, el cine, la radio, la prensa y los sistemas computadorizados no ha obedecido sólo al prestigio del medio aparentemente imparcial, objetivo, coincidente, redundante, confirmado a través del apoyo mutuo de unos medios y otros. Obedece también al desplazamiento del discurso lingüístico –más racionalista– por el discurso iconológico –más irracional. El paleosimbolismo tecnológico ha demostrado tener una mayor penetración por su aplicación de un lenguaje universal no fonológico, y ha demostrado tener una mayor efectividad en la predisposición de la conducta y la movilización de las masas. A despecho de optar por la connotación, la sugerencia, la individualización no compartida de las ideas y los impulsos, pospone o desdeña la precisión y la objetivación de un mensaje compartible. Asistimos así a un sistema de poder –de suyo tan antiguo, al menos, como nuestra distinción de géneros (femeninos y masculinos)– que secuestra y soborna el pensamiento porque divorcia el concepto iconográfico no sólo de la palabra que pensamos sino de la palabra-mundo freiriana, aquella palabra capaz de hacernos penetrar verdaderamente la realidad y, por lo tanto, transformarla, y con cuyo distanciamiento descubrimos una de las causas de nuestra inhabilidad para generar cambios sociales. Todo ello ha coincidido, y no por casualidad, con la crisis internacional del socialismo, la privatización de la alta cultura a través del encarecimiento desmedido de los libros y la derechización de la política internacional. Consideremos por un momento lo que significa que un ex Secretario de Defensa de Estados Unidos pasase a presidir el Banco Mundial. ¿Acaso no hemos visto cómo la privatización de las instrumentaciones nacionalizadas va acompañada en casi todos los estados de una teoría del desarme de las izquierdas? ¿No hemos visto cómo la privatización, que ha generado en todos sitios una corrupción tan abundante como las aguas en las cataratas de Iguazú, viene acompañada de una nueva retórica que descarta los esquemas conceptuales con que la izquierda los interpretó? La más honda consecuencia de esta reorganización económica mundial –como siempre, desde las metrópolis hacia la periferia– ha sido desarmar la oposición de sus esquemas, inocular la impotencia, difundir el fin de los sueños utópicos. El combate, la lucha –dicen– ya no existen. En las marchas y los piquetes en Puerto Rico ya no distribuyen consignas inflamatorias sino solicitudes de crédito. Aunque un anuncio de una bebida en Puerto Rico proclama el lema “La imagen es nada, la sed es todo”, lo cierto es lo contrario, sólo que en su discurso travestí recurren otra vez al cinismo irónico. Pero hasta Nietzsche advirtió que los valores son armas de lucha. Y los valores son parte fundamental de la cultura de los pueblos.
En un artículo de Francisco Caballero Harriet que publicamos en EXÉGESIS el año pasado (un profesor español de la Universidad de Valladolid), se rastrea esta evolución de fin de siglo de la llamada sociedad global hacia el Estado-mercado, evolución que ha promulgado a nuestras espaldas el desplazamiento del ciudadano con derecho activo al consumidor pasivo. A ello le llaman algunos el estado neoliberal posmoderno, estado que limita el ejercicio de la democracia real y refeudaliza las comunidades en torno de los grandes monopolios que se disfrazan, siempre en travestí, como nuestros protectores. Hablamos de un estado que más se parece a un casino, siempre igual, que a ese producto de la proliferación de las diversidades que enriquece y hace en verdad grande nuestro mundo. Hablamos de un estado que supedita el hospital al supermercado porque dice que en éste reina la mercancía en libertad. Hablamos de hombres y mujeres “libres” (entre comillas), pero desempleados, reducidos, desaparecidos, enfermos o, sencillamente, muertos de hambre. Preguntémosle a los soviéticos o a un indio ecuatoriano. O preguntemos en cualquier país si aflojar los controles del estado para incentivar los procesos de la “libertad” del mercado no ha significado siempre la libertad de imponer del rico que nunca pierde. Creo que se expande como un maremoto la certeza de que la democracia burguesa ha puesto al descubierto las falacias de su intimidad, una ilusión que sencillamente no funciona. La respuesta de los pueblos ha sido el rebrotar de las culturas nacionales, de ese plasma o tierra fértil de las comprensiones compartidas que nos abraza en la intimidad de los afectos con nuestros abuelos y que nos hizo creer que éramos protagonistas de la historia. Pues, la sociedad posmoderna globalizada, esa que procura con toda la fuerza de sus bombardeos la unanimidad y la paz de los sepulcros, no se cansa de demonizar este rebrote de culturas, trátese del ayatola Jomeini, de Saddam Husseim, lo mismo que de las barbas de Fidel Castro. Lo cierto es que ningún rico ha vivido nunca en el Tercer Mundo, y ningún miserable en el primero. Y que cuando hablamos de las culturas nacionales no hablamos solamente del folclor tradicional, pues la cultura es una forma de entender y de hacer, y por eso mismo aluza más el porvenir que lo pasado.
Un poco de estética puertorriqueña
Pero hablemos un poco de la estética posmoderna y de la situación de mi país. En ocasión reciente ya expuse cómo, a mi juicio, la incapacidad de la crítica posmoderna para identificar sus raíces en el pasado –al menos en Puerto Rico– la ha llevado a ignorar cuánto se asemeja al modernismo rubendariano en cuanto a su embriaguez de exotismos, y la globalización de sus afluentes. Aunque la posmodernidad ha echado raíces y sombras por todos los géneros literarios, brotó en Puerto Rico con mayor virulencia en el ensayo y en una supuesta crítica que utilizó los textos como pretexto para la autoexhibición del crítico, es decir, para la creación de nuevos textos. La misma voz y actitud que desnaturalizó el discurso poético reivindicador de la generación del sesenta, incursionó en la crítica para racionalizar su propuesta de una aventura con el arte, con la palabra, que la desembarazara de sus urgencias sociales y de su referencialidad directa con la realidad social. Interesantes y fructíficos como fueron estos planteamientos, desvirtuaron la tarea del crítico para inocular los textos de perspectivas extemporáneas. Así, hemos visto encumbrarse en nuestra clase intelectual ciertas obras de ficción que se publican como crítica literaria, dedicadas, entre otras cosas, a la desfiguración de las obras "patricias", a la relectura de lo que también extemporáneamente se propone desvitalizado como mero "imaginario", metarrelato inocuo por el que generaciones de puertorriqueños vivieron, sangraron y murieron.
En general, la literatura posmoderna del fin de siglo padece a mi juicio –como les dijo Martí a los modernistas– de aquella vergüenza de la madre que los crió, porque tiene nueva la fiebre del libro exótico que aborrece de su libro autóctono, la fiebre de la óptica europeísta o primermundista con la que se leen a sí mismos y travisten su propia imagen en el espejo. Esta literatura posmoderna padece, como los modernistas –insisto– de fines del siglo XIX, de la entronización en sus discursos de la imagen y la metáfora con la que construyen y deconstruyen textos semiológicos, textos encerrados en el mundo de una palabra sin raíz, descontextuada. Padece de ser una literatura alimentada de sí misma y no de la vida, desrealizada en suma, sumida en el vértigo alucinante de un nuevo arte por el arte, una nueva torre de marfil inaccesible, pero esta vez marfil virtual, naturalmente. Son textos perdidos en el laberinto del lenguaje como realidad única, verdadera encarnación del metarrelato del que huyen para caer inesperadamente en su pantano. Al final sólo queda en pie la imagen cibernética de una computadora. El posmoderno parece un discurso que no puede distinguir la realidad virtual de aquella en la que reina el crimen, la droga, el desempleo, la explotación en el empleo, el abuso de menores, la flagelación sentimental de la mujer, el acoso, la persecución, la agonía, porque en su discurso de la soledad todo es semiología, metáfora, imagen, signo, juego edonista con la palabra, fenomenología, travestismo.
Vieques vs. la estadidad radical
Al hablar del derrotero puertorriqueño de las utopías revolucionarias de los sesenta y de aquel tempo sublime de certezas militantes, empáticas, que nos pusieron a trabajar por el hombre nuevo, es ineludible atascarse en una propuesta puertorriqueña de la posmodernidad que resulta ser una verdadera antítesis de lo que fuera nuestra militancia sesentista. Me refiero a la llamada estadidad radical.
Más que de las ideas, creo en la importancia que en este debate tienen los valores, principios, lealtades que, ciertamente no compartimos. Crecí con ideales, con deseos, con posibilidades por las que valía la pena luchar. Nuestro Hostos decía: La libertad es un modo absolutamente indispensable de vivir. Nuestro Martí decía: Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar... No me asusta que se le llame a eso dogma porque ellos también tienen el dogma de su falso antidogmatismo. La derrota de algunas de mis utopías, o la falta de victorias en otras no mellan en absoluto, para mí, la deseabilidad de lo que imagino como porvenir, ni su sentido reivindicador, ni su justicia. El alegado fracaso del socialismo real no me impide ver que la sociedad liberal burguesa cumplió mucho menos, en todo el planeta, su promesa de libertad, igualdad, fraternidad. Algunos se preguntan si a estos, más que posmodernos debemos llamarlos postutópicos. Yo creo que la noción de posmodernidad se aclara y enriquece si la acompañamos de esta cualidad que con tesón han hecho suya.
La punta de lanza de las luchas y de la resistencia del pueblo puertorriqueño contra la anexión por los Estados Unidos ha estado colocada, principalmente, en nuestra ciudad letrada, nuestros escritores y artistas, nuestra clase de letras, nuestra élite intelectual. Ante ellos, precisamente, presentaron su tesis de la estadidad radical como la última novedad, y no lo era. Estadidad radical es una frase que tiene estadidad como lo sustantivo –es decir, la anexión política a los EUA como estado 51–, y radical como un modificador. Significa, más que otra cosa, estadidad radicalizada, anexión reformada; la estadidad liberal que conciben militantes de la vanguardia social. Ellos sostienen que la anexión es ya, en el caso de Puerto Rico, un hecho, un hecho irreversible, y que por lo tanto, tras darle la bienvenida, lo que procede es luchar, desde las mismas entrañas del monstruo, por las causas sociales en las que muchos creemos.
En una entrevista difundida por un canal de televisión, un estadista radical alegó que el pueblo ha descartado para Puerto Rico el estado nacional, y que ello es producto de su sabiduría. Hay, como se ve, entre los posmodernos de mi país una furia antinacionalista que los distingue de sus homólogos de afuera, furia que no está ni en Foucault ni en ninguno de los más importantes proponentes de las ideas que se identifican con la posmodernidad. Si esta propuesta es pro status quo, pues parte de la premisa de que la anexión es ya un hecho, entonces desde el punto de vista de quiénes aún combaten es derrotista. Una de las cosas que más abiertamente rechazo, es el desdén con que, con el pretexto de ser antidogmáticos y defensores de la tolerancia, echan por la borda los esfuerzos de tantos puertorriqueños que no se rindieron ante el desencanto y pagaron con toda una vida de lucha y persecución, con sangre y muerte, un precio muy alto por amar. Me refiero a la obra que so pretexto de crítica, se dedica a subestimar, a caricaturizar, a desnaturalizar, con aliento adanista, con la vocación autista, ególatra, héroes como Pedro Albizu Campos, para quien el gobierno creo una legislación conocida como Ley de la Mordaza que convirtió literalmente su palabra en delito. Pedro Albizu Campos, líder del nacionalismo puertorriqueño en la primera mitad del siglo XX, fue encarcelado, literalmente, sólo por pronunciar varios discursos.
Pienso que los estadistas radicales han venido a destruir la moral desde dentro de quiénes aún resisten la anexión en la ciudad letrada. No han venido a contribuir con recursos sino a deconstruir la solidez de la resistencia. Eso es lo que se conoce como quintacolumnas o como malinchismo.
Por eso, precisamente en los últimos meses de 1999 hasta hoy día, los sucesos de Vieques han roto con todas las proyecciones fatalistas sobre Puerto Rico. Vieques, o Isla Nena como la llamó un poeta, es una isla municipio que queda al este de la isla grande de Puerto Rico. La Marina de Guerra Norteamericana “secuestró” dos terceras partes de la isla con la excusa de la defensa nacional comprometida entonces con la Segunda Guerra Mundial. Destinada a servir como área de prácticas militares, desde entonces la Marina de Guerra estranguló económicamente a sus habitantes, los condenó al ostracismo y la pobreza, los cañoneaba casi todo el año desde sus enormes buques de guerra y con sus estruendosos aviones e invitaba a todos sus aliados a hacer lo mismo. La Marina de Guerra descargó tóxicos, uranio, destruyó arrecifes, bahías fosforescentes, refugios de vida silvestre, multiplicó enormente la incidencia de cáncer y las deformaciones congénitas de la población; expuso a sus propios empleados civiles –sus empleados, es cierto, pero puertorriqueños– a la contaminación con radiactividad y otros tóxicos sin advertirles ni protegerlos de ninguna manera. En abril del 99 un proyectil disparado por un avión asesinó a un guardia empleado por la Marina de Guerra. Desde entonces la Marina de Guerra no había podido renovar, hasta hace unos días, sus prácticas porque se despertó violentamente una indignación general como nunca se había visto en Puerto Rico, indignación en la que finalmente coincidieron en un mismo propósito todos los partidos políticos, todas las iglesias, y todas las fuerzas de la sociedad civil. Hace unas semanas, siguiendo directrices del presidente Clinton, centenares de alguaciles federales arrestaron a casi doscientas personas que ocupaban el área de práctica, en desobediencia civil, por todo un año. Entre ellos, había legisladores, alcaldes, ministros de distintas sectas religiosas, sacerdotes, monjas, y obispos, dos congresistas norteamericanos, y un ambientalista argentino. Desde entonces, y a pesar de mantener la Isla Nena en estado de sitio, bloqueada por tierra, mar y aire, distintos grupos de personas han vuelto a entrar al área y en toda la isla hay protestas continuas. Vieques ha desmentido las tesis centrales de la estadidad radical y, de paso, en mi opinión, las de la posmodernidad.
Susanita y Mafalda: posmodernidad vs. utopía
Martí decía a fines del siglo diecinueve: “De pensamiento es la guerra mayor que se nos
hace: ganémosla a pensamiento”. Ese es el derrotero que debe movernos en torno a este asunto de la posmodernidad. En el último número de nuestra revista EXÉGESIS comento que Susanita, ese personaje de la famosa tira ¿cómica? de Quino, es una genial anticipación de la posmodernidad. Es decir, que pasamos de una generación que se sintió representada con Mafalda a una que acaso se avergonzaría de admitir que está bien representada con esa Susanita que resuelve la pobreza ignorándola y haciendo invisibles a los pobres. Parafraseando a uno de los expositores más celebrados de estas doctrinas, se diría que Mafalda está también entre los idiotas latinoamericanos.
Los posmodernos sostienen la tesis del fin de los metarrelatos, de las visiones cosmogónicas. La suya es una teoría antifinalista –nada está escrito–, una teoría que percibe el azar como motor de la lucha de fuerzas. Todos estos elementos son antiutópicos. Fernando Aínsa, comentando un libro de Oswald de Andrade titulado La marcha sin fin de las utopías, recuerda haberle oído al poeta brasileño Haroldo de Campos que más que hablar de un fin de siglo posmoderno debería hablarse de postutópico. Y añade que la utopía siempre fue una señal de disconformidad y un preanuncio de revuelta.
¿Qué hará Susanita, me pregunto yo, con los disturbios que cunden por cada rincón del planeta y por cada rincón de nuestro continente? Desde el México zapatista, Guatemala, Colombia, Perú, Ecuador, Venezuela, Bolivia, Chile, Paraguay, Cuba, República Dominicana, Puerto Rico, nos preguntamos todos: ¡Oh!, pero bueno, ¿cómo es que en un fin de siglo como éste, con un crecimiento continuado y redoblado de los torrentes financieros, sigue creciendo a pasos de gigante la pobreza y la desigualdad? Incluso dentro de los Estados Unidos... ¿Y qué de las protestas masivas en los Estados Unidos contra el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional?
Michael Albert, creador de una interesante propuesta nueva que llama economía participativa, sostiene que esta década posmoderna finisecular sigue consciente de la realidad de las denuncias de la izquierda revolucionaria, pero que tras el derrumbe de la cortina de hierro carece de alternativa, de un sentido de posibilidad, de esperanza y de la creencia de que se puede ganar a los poderosos. Ya no se trata de saber, dice Albert, que todo está mal, que las injusticias son extremas, que la corrupción es horrible y que las instituciones las causan. Todos lo sabemos. Asimilamos a Mafalda aunque nos comportamos con la indiferencia de Susanita (no hay que mirar a los pobres; la pobreza es invisible). No basta, pues, la rabia desviada, el asco, la indignación: hace falta motivar el deseo con la aspiración positiva de algo que sí puede conseguirse. Pero para no quemarnos, hay que saber que estamos metidos en una batalla a largo plazo, y que no estamos solos. Que la naturaleza humana no es la causa de nuestros males aunque a veces nos dé qué hacer su extraordinaria complejidad. La lucha no depende de cada uno de nosotros, sino de un colectivo cuyos miembros aportan cada uno su grano. No podemos ir detrás del triunfo final, porque el triunfo final se aleja siempre como el arcoiris; pero sí podemos tener triunfos pequeños, si podemos acompañar a los que creen como nosotros y aún luchan, es decir contribuyen a generar los cambios deseados, y sí podemos honrar la memoria y el esfuerzo de los que cayeron creyendo en la utopía.
Uno de los más grandes pensadores puertorriqueños, Eugenio María de Hostos, comentó en una ocasión lo siguiente: “Los momentos pasan; pasan por ellos los hombres; pero siempre llega el día de la victoria para la justicia. Que no lo vea el que por ella ha sucumbido, eso ¿qué importa? El fin no es gozar de ese día radiante; el fin es contribuir a que llegue el día.” Ello me recordó un cuento del amigo José Gabriel Ceballos, acaso él mismo, “príncipe de la obstinación”, “cruzado de las utopías”, publicado en su libro El ángel de la guarda: “A menudo mi utopía me agobia por su grandiosidad y por sobrevivir solitaria en un mundo que niega las utopías. Pero persisto. Y hago cuanto puedo para que el mundo retroceda y cambie. Porque sé que ningún sueño resulta posible sin los sueños ajenos. Sé que no existe otro modo de conservarme a salvo.”
MARCOS REYES DÁVILA
* Esta conferencia la dicté en la Universidad Nacional del Nordeste de Argentina en 2000. Hablo aquí de la tranformación de ciudadano al consumidor pasivo en el Estado-Mercado y de la "refeudalización" que creaba la "POP-Modernidad de fin de siglo", es decir, la Posmodernidad del Neoliberalismo. Hace 25 años. Se publicó en EXÉGESIS, 39/40, 2001, pp. 114-118.