viernes, 27 de abril de 2012

La obra literaria de José Antonio Dávila

La obra literaria de
José Antonio Dávila*


Marcos Reyes Dávila


    Muy buenas tardes.
    Como ustedes saben, además del centenario de su nacimiento, mañana conmemoramos el aniversario 58 de la muerte de José Antonio Dávila, nombre de un hombre que me ha rondado toda la vida como un valladar porque tengo su apellido y escribo versos. La gente suele opinar, al añadirle a lo señalado que nací en Bayamón, que tanta coincidencia escapa a la casualidad.  Ciertamente que comparto con José Antonio y todos estos ilustres Dávila la parte baja, quiero decir, que don Virgilio nació en Toa Baja y mis Dávila son de Vega Baja. Los abuelos, de una y otra parte se conocieron y se trataron de primos. Pero más importante que una remota familiaridad consanguínea con Cristóbal Colón, con Marco Polo o con don Virgilio, es la familiaridad de los sueños del espíritu, ese amor por la tierruca y por la palabra que nos ha emparentado siempre de manera tan evidente que no requiere certificado.
    Hace pocos años, una charla que me solicitara el Círculo Virgilio Dávila - Braulio Dueño Colón me permitió estimar el valor de estos dos ilustres puertorriqueños. Ahora es la revista MAIRENA y la Universidad Central de Bayamón quienes me permiten repasar la obra literaria de José Antonio Dávila. La tarea no puede ser más grata, así que les agradezco enormemente la oportunidad.
    La obra literaria de José Antonio Dávila (JAD) (1898-1941) es conocida, sobre todo, por la colección de libros que tituló Vendimia (1939), por sus Motivos de Tristán (1957), y por algunos poemas aislados que alcanzaron gran difusión, como por ejemplo, “Carta de recomendación” o “Apóstrofe al verde”. Muy poco conocidos son, en cambio, su Almacén de baratijas (1941) y su libro inédito Poemas, amén de otros que escribiera en inglés, de sus traducciones, o de la obra que con el título de Prosa  recogiera la Sociedad de Autores Puertorriqueños en el 1971. Ni la  muerte prematura de su autor –víctima de la tuberculosis–, ni el carácter póstumo de algunas de estas publicaciones impidieron, sin embargo, que el aprecio del público lector guardase en su memoria algunos de sus poemas así como la imagen trágica del poeta victimizado por la garra doble de un amor que tronchó la muerte y de una enfermedad que tronchó a un poeta. A ello contribuyó, sin duda, la alta reputación que las primeras obras suyas merecieran de la élite intelectual puertorriqueña que comentó con regocijo sus versos y, acaso también, la filiación de sangre con su célebre padre, el poeta alcalde de Bayamón Virgilio Dávila.
    Aparte de la obra primeriza que JAD comenzara desde su juventud despierta, la mayor porción de su obra adulta coincide con la terminación de sus estudios de medicina con especialidad en urología (1927) y con el brote --ese mismo año-- del germen de la enfermedad que acabara con su vida. Poco antes, ese mismo año, había contraído nupcias con una joven norteamericana, enlace que significó la ruptura con una novia de leyenda que durante muchos años no pudo amortiguar la distancia y que --según la leyenda-- inspiró los tormentos de toda su poesía amorosa, incluso la de los Motivos de Tristán. Pero ese amor sostenido a pesar de las distancias es la Isolda que, como si quisiera acentuar el dramatismo de la vida del poeta, muere inesperadamente en el 1934 (Adriana Ramos Mimoso, Vida y poesía en José Antonio Dávila, Madrid, Cultura Hispánica, 1958, 369 p.) y precipita la agonía final del poeta enfermo. Empero, la obra literaria de JAD no se merece que el lector la valore sólo, ni principalmente, por las acaso oscuras y algo torcidas peripecias externas de su vida. Vale por sus méritos estéticos intrínsecos, y a ello se dirige el presente comentario.
    Tengamos en cuenta, para comenzar, que en los años veinte, aunque sin agotar sus veneros, estaba distante ya el apogeo del modernismo que con variante nacionalista apuró sus versos en Puerto Rico y que bien  pudiera representar mejor su propio padre, don Virgilio Dávila, o el poeta enamorado de alhambras y de alturas de América, Luis Lloréns Torres. Esa tercera década del siglo XX recompuso los escombros de la primera guerra mundial dentro de esa explosión de tendencias que llamamos la vanguardia. Allí están los textos de los diepalistas, los noístas, euforistas e, incluso, los atalayistas, entre otras variantes boricuas del pulular de ismos. No obstante, Josemilio González observa con razón que el intimismo  neorromántico,  hijo del postmodermismo hispanoamericano que facturó Los heraldos negros, los Veinte poemas de amor o la obra de las grandes poetisas de América –Ibarbaurou, Storni, Agustini, Mistral y, naturalmente, Julia de Burgos-- “es probablemente la tendencia más importante de la poesía puertorriqueña, entre 1930 y 1965" (La poesía contemporánea en Puerto Rico, I.C.P., 1972, 242). González menciona a JAD sólo como “precursor” del neorromanticismo. No obstante, a nuestro juicio, el intimismo neorromántico es la nota que predomina en --y que mejor  define-- la poesía de JAD, y que si bien no nos sugiere declararlo iniciador de una escuela que tanto terreno inundó y fertilizó en Puerto Rico y en otros lares, sí nos inclina a considerarlo voz de antología del movimiento.
    Josefina Rivera de Álvarez también apunta en la lírica puertorriqueña del treinta esta tendencia hacia “la estética sencillista”, de “interiorización por las vertientes del yo recóndito”, con “relieves de confidencia”, que no se apoya tanto en el sentimiento romántico al modo decimonónico como se apoya, en cambio, “en las impresiones, en las sensaciones y en los sucesos de la vida consciente, en las vivencias”, y entre cuyas voces de “primera magnitud”, incluye, en primer término, a JAD (Literatura puertorriqueña; su proceso en el tiempo, Madrid, Partenón, 1983, 358). No en balde, y coincidentemente con este discurrir, las primeras décadas del siglo vieron irrumpir las tesis del sicoanálisis freudiano que pusieron al descubierto los universos infinitos del mundo interno y que tanto impacto tuvieron sobre los ismos de vanguardia, con el jaque a la estética modernista que se negaba a morir, con el irrumpir violento de los elementos antipoéticos y con el florecer de mundos al margen de la racionalidad y de la lógica de la modernidad. En el caso del intimismo neorromántico de nuestro poeta, y si se detiene la mirada en un título tan locuaz como Motivos de Tristán, observamos que pervive y alienta con fuerza harto evidente, sin embargo, la tradición nacional y el decir en ritmos modernistas, acaso porque la lecturas de una buena biblioteca le permitieron a su autor continuar a su manera la tradición paterna y abrevar en los clásicos españoles, o acaso por la influencia que pudo tener sobre él  su preferencia por ciertos poetas ingleses (Keats, Byron, Shelley, Francis Thompson, Swinburne, según Ramos Mimoso, Op. cit.). Lo incuestionable es que, como han señalado algunos de sus críticos, la poesía de JAD se distingue, entre otras cosas, por su inclinación por el soneto escrito “a la manera inglesa”, según la expresión de Francisco Matos Paoli, quien certeramente lo define, precisamente ante la vista de sus Motivos de Tristán, como un clásico de la forma y un romántico de fondo, además de un asediado por la fatalidad.
    No obstante, definir la poesía de JAD no deja de ser tarea ardua que demanda hilar fino. Josefina Rivera de Álvarez se refiere, en cuanto a la obra en general de JAD, al modernismo, a la búsqueda del estilo personal, entre lo clásico y la vanguardia, a la acrisolada y cristalina elevación lírica y la tibieza emotiva, engrandecido todo por la excelsitud reflexiva y por la más pura esencia espiritual. Un verso sencillo y diáfano en lo externo, sutil y refinado en el contenido. Un verso que se nutre del brillo apariencial y del halago de los sentidos del modernismo, aunque incurra  brevemente por los nuevos caminos de la vanguardia (Rivera de Álvarez, Op. cit.).  Empero, como gato que se escurre de los cercos, es innegable el nivel expresivo propio, que “no guarda tangencias con escuela literaria alguna”, parecido no obstante, según Josemilio González, al caso de Antonio Machado. Así, podemos decir, que entre estos dos poetas se aparean una humanidad decantada que nos permite acceder a su intimidad con simpatía y sin penuria, y una claridad y transparencia en la dicción que airea y suaviza como alas.
    María Teresa Babín, por su parte, también observó que JAD fue una de las voces líricas de más caudal y personalidad en el coro de sus compañeros. También lo considera un extraordinario sonetista que a través de su obra mantiene un equilibrado concepto clásico de la lengua, de la versificación y del acento rítmico. “En su raíz amarga de romanticismo añejo –añade--, en la fina expresión de su ‘dolorido sentir’, se asemeja a los poetas postmodernistas españoles --Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, a veces-- ya que huye de los oropeles del modernismo y se ciñe la coraza de la disciplina y la pureza para cantar una ‘vetusta pena’, como dice en un verso, y una sensualidad amorosa completamente pura...” El poeta tiene, a su juicio, no obstante, “un decir escueto, a veces demasiado duro, rehuyendo la blanda mano del adjetivo y de la imagen dulce, y apoyándose en la palaba sustantivada, en el verbo directo, con una orgullosa tenacidad del corazón angustiado en ascuas vivas” (Panorama de la cultura puertorriqueña, New York, Las Américas Publishing, 1958, 402-403).
    Como ya anotamos, Vendimia es un inventario amplio de la poesía de JAD. Los poemas de Motivos de Tristán están representados en la última sección del libro titulada “Poemas de un amor triste”. Así como ocurre con esta sección, el libro todo está dividido en seis núcleos temáticos ordenados por el propio José Antonio de manera muy particular: Los “Versos del meridiano”, “Versos de la vida moza”, “Siglo de oro”, “Post-rafaelíticas”, “La rueca de Némesis”, y los “Poemas de un amor triste”. “Kismet” es el poema que abre el libro así como otro –“Ex-Libris”-- lo cierra. Las secciones son variopintas.
    “Kismet”, el poema liminar de ritmo abierto, incursiona en el misterio, lo indecible, ese qué será de la famosa canción brasileña que con tanta sugestión  retrató la novela de Jorge Amado. El pórtico al libro sugiere la entrada a otra dimensión, asociada al tiempo ido, a las experiencias huidas en el tiempo, como ocurre con la Filí-Melé palesiana. Sin embargo, la primera sección está constituida por poemas, acaso virgilianos –por el padre–, y por la identificación con la naturaleza sentida como nacional  y con la vida social pueblerina. Son sus poemas “del solar”, sus versos del terruño. La palabra de JAD ya es en ellos sonora, buscada, elegida, a despecho de lo que provee su fingida inmediatez. El verso varía entre lo tradicional y lo modernista, predominando el arte mayor y el ritmo en hemistiquios. No son tópicos: la palabra emerge de su seno pleno de entraña, y emerge modernista, menos parnasiana que simbolista y más recoldo de emoción, de esa subjetividad que contacta al Neruda primerizo. Algo de Lloréns hallamos, y algo del Miguel Hernández aldeano. Una nota de humor se apura en la pintura de los tipos comunitarios. Encontramos, como era de esperarse, los poemas recitables, de receta definida modernista, pero también otros, más líricos, más descampados, un poco lorquianos acaso y, finalmente, un grupo de poemas reflexivos, todavía declamatorios, de quien sabe del “monologar de la llovizna”.
    ¿Por qué inicia José Antonio el libro, nos preguntamos, con los “Versos el meridiano” y no con los poemas de su juventud? Acaso el peso del nombre de su padre gravite sobre él hasta el punto de sentirse obligado a pagar este diezmo, sin duda gozoso, pues es en efecto, en la segunda sección, que recoge el autor sus poemas de mozo, seguidos, en un movimiento que adquiere así aspavientos de péndulo, por el pesado furgón de la serie dedicada al “Siglo de Oro”. Los “Versos de la vida  moza” recogen la energía y los impulsos vitales del poeta joven, las aspiraciones, la fuerza palpitante del amor, la inquietud religiosa. Hay en ellos lucha del espíritu, algunos poemas madrigalescos, un poco de erotismo y de preceptiva estética. “Siglo de oro”, en cambio y por el contrario, reúne sonetos dedicados a clásicos de la poesía hispánica, desde Fray Luis hasta Sor Juana, aunque se destaca a mi juicio su homenaje a Lope. La lectura de su obra ensayística nos hace comprender cuánto admiró JAD a clásicos y renacentististas, particularmente, pues mantuvo cierto desdén por los excesos barrocos. En esta curiosa armazón del libro siguen los poemas “post-rafaelíticos”. Son poemas que se detienen a observar lo concreto y lo inefable en óleos, muros, personas y momentos de otra dimensión. La ternura alcanza cumbre en alguno de ellos (“Carta de recomendación”, por ejemplo), así como la lograda transcripción de la plástica a la palabra. En una carta a don Vicente Géigel Polanco, escrita a propósito del libro, en 1940, JAD llama a estos poemas “pasteles” de personajes o de sensacciones. Por eso no nos sorprende que esta sección esté seguida por otra ubicada nuevamente a modo de contrapunto: la “Rueca del Némesis”, conjunto de tonos fuertes y oscuros que cruza las aguas profundas de sus preocupaciones metafísicas, la muerte, las recapitulaciones, la indagación por “el desenlace”.  Establece además en ellos un diálogo muy consciente con el lector, el oyente, el destinatario. En su carta a Géigel Polanco, JAD llamó a este sublibro “La torre de las sombras”, y caracterizó al conjunto como uno de poemas “cerebrados” y “desesperados”, los poemas de un hiato vital de su vida “color ceniza”.
    De la última sección, ya sabemos. JAD sostiene en la carta a don Vicente que añade estos poemas tan sólo porque se los han pedido, pero lo cierto es que en cuanto apelan con fuerza enorme, en cuanto convencen y conmueven, conforman el broche de oro de la vendimia de su obra. En éstos, la palabra tiende a las formas transitivas por su apostrofar, esa presencia tan fuerte de una segunda persona, concreta, no vahído, que deriva hacia el tono de elegía. Uno de los poemas es una colección de sonetos de Motivos de Tristán; el último de  los “Poemas de un amor triste”, se titula “Para Isolda: en la otra orilla”. De esta manera queda a las claras establecido el puente con el otro cuaderno, Motivos de Tristán.
    Motivos de Tristán abre con un epígrafe del Arcipreste de Hita que alude a la lealtad en el amor: “Nunca fue tan leal Blanca Flor a Flores, nin es agora Tristán a todos sus amores”. El libro, que recoge más de cuarenta sonetos, está divido en tres “cantos” de distinto tono y en contrapunto. El primero es un apóstrofe a la amada en la inmediatez y en el amanecer del amor. El segundo, es sombrío, sugiere otro momento, un después, una distancia, que fungen con claras huellas de identidad y propósito expresiones como  “memoria”, “aún”, “hoy”, “tu recuerdo”, “ahora”, “todavía”, ”el amor pasado”, “mi afrenta”.  Es un interludio, que se refiere a un hecho de muerte: “Bajo la tierra está”. El canto tercero, finalmente, oscila entre “El cuervo” de Poe, y las elegías de Miguel Hernández. A juicio de María Teresa Babín, estos poemas “son la expresión genuina de una masculinidad recia, fortalecida por la fe en un mañana seguro después de la muerte” (Op. cit.).
    Le hacemos paréntesis a los poemas juguetones, para niños, recopilados en las aguas de una poesía popular que en Almacén de baratijas se exalta con vigor y donaire como en pocos libros nuestros. Nuestro poeta mostró, entre las preocupaciones de su obra ensayística, el carácter lírico de la niñez, la función pedagógica de la poesía y el derecho de la poesía a satisfacer una función puramente estética, sin servilismos moralizadores ni instrumentación lectiva de ninguna clase. Una muestra de su impostergable valer:
    Mi señora la cebolla tiene miedo a un catarrón:
    pues se pone un camisón,
    después otro camisón,
    después otro camisón,        /    Y así sigue como el cuento
    después otro camisón...        /    del señor Gallo Pelón...     (La cebolla)
       
     Margot Arce Vázquez, Laura Gallego y Luis de Arrigoitia han observado en la poesía de JAD la “poesía de profunda y descarnada intensidad”.  “Se mira introspectivamente –añaden–, y la limitación de su miseria corporal le sirve de acicate a la reflexión metafísica. Depurado en el dolor, y con la fe sostenida aún desde la duda tocada de aguda ironía,  anhela la fusión panteísta con el cosmos, y se cuestiona incesantemente por el destino del hombre vocado a la muerte, en un lirismo triste y esperanzado a la vez”. Es incuestionable,  sin  embargo, su lealtad a la vida. A juicio de estos críticos sus estampas de los clásicos y el tema criollo están “en un plano estético superior al de su padre”. Y como éste, incorpora a su lengua el prosaísmo del habla, lo que unido a su sencillez profunda le ha hecho accesible al hombre popular (Lecturas puertorriqueñas: Poesía. Conn.: Troutman Press, 1968, 205-206).
    Un repaso al volumen de su Prosa que publicara la Sociedad de Autores Puertorriqueños en el 1971 nos confirma las opiniones antes expresadas sobre JAD y nos permite ampliar y profundizar en algunos aspectos. Esto es así porque la prosa recogida en este volumen combina los nueve mejores ensayos literarios escritos por JAD en los últimos años de su vida, con veintisiete artículos que son, en su mayor parte, reseñas de libros importantes, y, además, trece destinatarios epistolares de reconocida raigambre cultural en cuyas cartas JAD se retrata desde varias perspectivas. El crítico de probada catadura que fue Juan Martínez Capó, estimó entre elogios y sorpresas estas prosas de JAD que parangonó con las del propio Pedreira.
    En ellas descubrimos a un autor de enorme cultura que en varios aspectos puede aproximarse a Borges, aunque el nuestro se incline por permitirse un esguince más natural y acaso más  ameno, y un llevar la ironía fina hasta la puerta del humor y lo coloquial. En varios trabajos el propio JAD confiesa su voracidad como lector en expresiones de humor lejos de toda pedantería. Sin embargo, la prueba de su erudición está en el enorme inventario de autores y de obras que cita, particularmente en los tres primeros ensayos del libro, escritos entre el 1939 y el 1940 y publicados en la Revista del Ateneo Puertorriqueño, obras y autores no sólo leídos, sino evidentemente estudiados y sujetos de profunda reflexión y valoración. Como indica con justicia en el prólogo don Vicente Géigel Polanco, JAD dedicó sus años mozos a familiarizarse con la mejor “literatura universal”, vale decir, la oriental, la latina y griega, la inglesa y norteamericana, la francesa e italiana,  la alemana y rusa, y otras, amén, naturalmente, de la hispánica, incluyendo en el caso de la americana, a los autores precolombinos. Los ensayos transitan por las veredas de la literatura comparada, y se ocupan de aspectos diversos como el nacionalismo literario puertorriqueño, el valor intelectual de la ironía, el colonialismo cultural puertorriqueño, la enseñanza del arte a los niños, la función de la fantasía en la imaginación infantil y cómo ésta despunta el valor puramente estético y no instrumental –ni moral ni lectivo– que debe tener el arte. Se ocupa y preocupa particularmente de calibrar la obra de Antonio S. Pedreira y del verdadero valor del verso negroide de Palés y de la función orientadora de la crítica. Algunos apuntes llaman la atención, como por ejemplo, sus observaciones sobre la Teoría de la Relatividad de Einstein, la teoría del quantum, las doctrinas sicoanalíticas de Freud, las referencias a la obra de Federico Engels, las observaciones sobre el arte pictórico de Picasso y de Dalí, su análisis del valor musical de las danzas de Braulio Dueño Colón. La ponderación entre el valor del Tun tun de pasa y grifería de Luis Palés Matos y el Vocabulario de Puerto Rico de Augusto Malaret, obras comparadas por un jurado que optó por la primera a despechó de la segunda, resulta la mar de interesante. JAD resiente la decisión a favor de Palés sin dejar de apreciar la importancia del Tun tun..., casi único libro de poesía negroide cuyo valor reconoce, incluso como un “Partenón” nuestro, pero que a su juicio no puede quedar delante de una obra, también de “creación”, esfuerzo de toda una vida, que tiene la virtud de fundar un “lenguaje nacional” en el sentido y de la manera que en el Trei-Cento italiano lo hiciera Dante.
    En estos ensayos JAD reflexionó y expuso su teoría literaria. En “El decir y su sombra”, predomina el concepto de que la originalidad en el arte es relativo, y que el arte moderno se reduce a “saber decir”, es decir, al estilo, pero el estilo  depurado por la sinceridad, la verdad y la abstinencia. En “El pensar y su eco”, JAD sostiene que las experiencias y las necesidades de los seres humanos son básicamente las mismas, y que, por lo tanto, el talento del artista reside en saberlos ver y expresar de manera que su obra
eslabone la obra del ayer con la del mañana. En las numerosas reseñas de libros de versos, JAD insiste tanto en su desdén por la técnica vacía y la oscuridad hueca de todos los barroquismos como insiste en elogiar la voz auténtica y la verdad que conmueve. No obstante, la lectura de su ensayo “El lector habla”, de 1934, sugiere que JAD no se consideraba así mismo como un poeta predominantemente subjetivista  –lo que iría de la mano con la catalogación que se ha hecho de él dentro del intimismo neorromántico–, sino como un “artista objetivista”. José Antonio creía que el verdadero artista no  debía ceder a los caprichos de su temperamento, sino luchar contra sus pasiones. Opinaba que el temperamento fuerte, que inocula la expresión de una subjetivada muy extremada y particularizada,  es un obstáculo, una cortina de humo. A su juicio, en el artista debía prevalecer una “preocupación analítica”, interesarse en saber cómo la mente humana funciona y ajustarse a la filosofía sicológica, para poder  moverse en un mundo pluralizado, regido por leyes contradictorias que se deben contemplar con el ojo del hombre promedio. Para JAD, los temas deben abordarse desde una perspectiva sin tiempo porque en la buena poesía habla el hombre desde fuera de su circunstancia. Su desdén por lo barroco no era desdén por el pulimiento de la forma, porque también expresó JAD su devoción por los parnasianos. Del barroco desprecia, pues, la confusión, el aturdimiento. De esta manera acaso podría decirse que JAD se sentiría a gusto con que se le llamara mejor un parnasiano neorromántico.
    Tras ponderar la obra poética de JAD encuentro que su modo de poetizar es congruente con su propia reflexión estética, y que, por lo tanto, puede afirmarse que JAD no fue el poeta que pudo ser, sino el poeta que quiso ser. A mi juicio, el valor más estimable de la poesía de JAD, es la transparencia alada de su palabra, transparencia que le permite transitar ante los ojos del lector como él quiso y como lo predicó: con una presencia de autenticidad sin sospecha que conmueve y que abre espacios de solidaridad y de empatía, como pocos.

                              
                                                                                      Marcos 
                                                                                      Reyes Dávila

*Conferencia ofrecida el 3 de diciembre de 1999 en la Universidad Central de Bayamón

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